La inflación de Milei

Por Sebastián Plut (*)

Hasta ahora, cada pronóstico que intentamos sobre Milei terminó en desacierto. Creímos que no llegaría a la presidencia y llegó. Pensamos que no tomaría ciertas decisiones, y las tomó. Imaginamos que habría una fuerte resistencia popular, y no sucedió. Solo en el futuro, posiblemente, nos podamos explicar el pasado, aunque quizá, y por qué no, esto también culmine en una fallida predicción. Intuyo que el fango del presente amasa confusamente recuerdos con expectativas, superpone unos con otras, y así calculamos el porvenir según la experiencia.

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Mientras tanto, cuando escribimos nuestros frágiles vaticinios, temo que no solo quedamos ingenuamente sorprendidos sino que, además, no acabamos de leer con prolijidad lo que ya hoy ha ocurrido. Poco importa si algún día la Ley Bases se aprueba; poco importa si algún día Milei dolariza nuestra economía; pues cada vez que nos impone deducir el futuro, más intensidad adquiere la destrucción en el presente, es decir, en nuestra realidad.

Ignoro si alguna vez Milei fue genuinamente liberal, pero, como mínimo, no lo es desde sus primeras irrupciones como panelista. De hecho, él mismo se desmiente cuando desde siempre, al recitar el mantra de su definición, repite “basado en el principio de no agresión” y, a renglón seguido, vocifera su caótico inventario de insultos. Y aunque no seamos anarquistas, también este sayo le es impropio, sobre todo si deseamos respetar una tradición de luchadores e intelectuales que no podrían coincidir con él ni en una esquina. Sí es, desde luego, economista, pues no tengo motivos para dudar. Sin embargo, aun cuando lo sea en el sentido burocrático del término, como tal, y en los hechos, solo sabemos que reproduce un conjunto de frases monótonas y crípticas. Y por último, tampoco le concedo el liderazgo de una presunta batalla cultural, porque en todo lo que hace (aunque mejor sería decir deshace) solo ejerce una batalla contra la cultura, y ambos sintagmas son bien diversos. En suma, podremos discutir ideologías, teorías, legislaciones, etc., pero lo único que vale es comprender que Milei es un destructor y, únicamente, un destructor.

Recientemente Milei se autoproclamó como el exponente más importante del liberalismo a nivel mundial. También dijo que a donde sea que vaya, genera un terremoto. La retórica de Milei no ha conquistado el don de la metáfora, o lo ha perdido, y esta es parte de la clave para comprender su discurso. Su lenguaje rudimentario, roto, desorganizado, de frases quebradas, es el signo de su propia destructividad. Y en las dos referencias citadas al comienzo de este párrafo, precisamente, se cifra ese destino. Cuanto más destruye (terremoto) más importante se siente (máximo exponente).

¿En qué cosiste ese goce sádico que revelaban su mirada y su ominosa sonrisa, cuando habló del Estado como un pedófilo en el jardín de infantes con niños atados y envaselinados, cuando anunció el posible quiebre de la empresa Perfil, cuando anunció que le rompería los huesos a no sé quién, cuando él mismo anticipó que se cortaría un brazo antes de subir un impuesto o cuando sugirió la posibilidad de un mercado de órganos humanos? Y conste que esta es una breve serie de una casi inabarcable lista de invectivas.

No es tarea nuestra construir ningún silogismo que anude estos dichos con sus posibles traumas infantiles, singulares, pero sí es necesario comprender de qué manera y en qué medida allí estriba su modo de gobernar, su ser presidente.

Decir estriba me lleva a una digresión. El estribo es esa pieza en la que el jinete apoya su pie, y también es el escalón que nos permite subir a ciertos vehículos. De allí que el verbo estribar expresa la acción de fundarse o apoyarse en algo seguro. No recuerdo cuando cambió nuestra costumbre, pero al menos hasta los años ’70 era “normal” viajar en el estribo de los colectivos. Tengo presente cuando, aun siendo un alumno de la escuela primaria, tomaba el 124 en la Avenida Corrientes y durante un tramo no tenía otra opción que estar colgado del lado de afuera del colectivo, agarrado de una manija y con los pies en el estribo. Eso, saludablemente, cambió, ya no sucede y, más aun, hoy parece una escena inverosímil. Ningún conductor se pondría en marcha si no puede cerrar la puerta. Esta profunda transformación social hizo que dejara de verse como “normal” lo que, a todas luces, era un enorme riesgo. Ese genuino cambio de una costumbre no eliminó los estribos sino que modificó su uso. En síntesis, no hay cambio constructivo si solo se pierden los estribos.

Hubo un cambio civilizatorio, pronunció Freud, cuando los significantes extranjero y enemigo dejaron de ser sinónimos. El otro, pues, ya no será un resto para eliminar sino un sujeto con el que interactuar. Sin duda, hay múltiples formas de pensar, regular y legislar la relación con el extranjero, lo que más conceptualmente se describe como los nexos con la diferencia. Esas múltiples formas, plasmadas en debates profundos, pueden ser un ejemplo para ilustrar la batalla cultural mencionada unos cuantos caracteres más arriba. Habrá quienes propongan una mayor receptividad y quienes, por el contrario, alerten sobre la necesidad de restricciones de diversa magnitud.

¿Pero cuándo deja de ser una batalla cultural y se transforma en una batalla contra la cultura?

Arriesgo dos respuestas coexistentes, aunque seguramente haya otras opciones. Por un lado, cuando retorna aquella equivalencia entre extranjero y enemigo, cuando el otro es exterminado, expulsado o desestimado, por pobre, negro, judío, homosexual, etc. Por otro lado, cuando los argumentos pierden coherencia y entonces reina la arbitrariedad despótica.

Tal vez sea útil incluir un breve ejemplo: ¿No resulta sorprendente que el discurso oficial maldiga a los extranjeros que vienen a estudiar en nuestras universidades nacionales -que suman un 4% de la población universitaria-, y en paralelo propongan un programa como el RIGI, que regala a empresarios extranjeros nuestras riquezas a cambio de nada?

La ubicuidad es la extensión en la que habitan los enemigos que Milei crea o cree que existen y que se ha propuesto eliminarlos. Si los personifica, los llama “zurdos”, aunque allí incluye una variedad tan grande que hace que sea muy difícil encontrar la lógica que los unifica. En efecto, el único factor que los liga es que no piensan idéntico a él. No debería llamarnos la atención, entonces, que en aquella omnipresencia el número de sus pobladores observe un creciente aumento. Si en lugar de personas, consideramos cuál es su enemigo económico, también hallaremos una diversidad, como los impuestos, el gasto social, el déficit fiscal, la emisión monetaria, aunque hay uno que encabeza el propósito de su misión sagrada: la inflación. Él ha asumido la presidencia con un objetivo fundamental (o podríamos decir, fundamentalista) que consiste en eliminar la inflación.

No obstante todavía no obtuvo ningún logro en ese sentido (hasta este momento, más bien lo contrario), es posible que sí consiga reducir la inflación de manera significativa; claro que a costa de una de las peores recesiones que hayamos sufrido, un desempleo de dos dígitos y un poder adquisitivo que solo por la formalidad de los términos instituidos podemos llamar poder.

La inflación, sabemos, genera un curioso efecto subjetivo, si bien transitorio: uno puede creer que tiene más dinero (porque las cifras son más grandes) cuando, en rigor, tiene cada vez menos.

Si la batalla mística que Milei emprendió contra la inflación tiene los aspectos señalados más arriba, ¿no podemos considerar, en consecuencia, que Milei es la inflación, que más siente que aumenta a medida que vale menos? Tengo la impresión de que para el presidente la inflación es su doppelganger, su doble, su alter ego. Si en materia económica, inflación es que uno tiene cada vez más billetes y menos dinero, ¿no descubrimos un notable isomorfismo con nuestra descripción previa, cuando citamos sus propias palabras respecto de ser el máximo exponente y un terremoto al mismo tiempo? ¿No lo observamos, acaso, cada día más exultante, más triunfalista, a medida que el país está cada vez más incendiado, con más focos de conflictividad social, más pobreza y desempleo? ¿No es Milei, entonces, quien está cada vez más inflado sobre su mortífero trono?

Mientras concluía esta nota tuve un recuerdo y una ocurrencia. Esta última consistió en buscar qué dice el diccionario de la RAE sobre la expresión “perder los estribos”. La define como “hablar u obrar fuera de la razón”. Por otro lado, mientras pensaba que Milei supo ser arquero de Chacarita, recordé que a los miembros e hinchas de ese equipo les dicen los “funebreros”.

* Doctor en Psicología. Psicoanalista.