25 de Mayo, la Revolución que derrotó a la barbarie

Por Paolo Barbieri*

Algunos hombres de Buenos Aires, que no estaba dividida en provincia y Ciudad como ahora, rompieron el decadente sistema español sostenido por el monopolio, la ignorancia y la fuerza.

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Entre ellos estaba Manuel Belgrano, que termina el 24 de mayo de 1810 envuelto en un pésimo humor. “¡Juro a la patria y a mis compañeros que si a las tres de la tarde del día de mañana el virrey no ha renunciado, lo arrojaremos por las ventanas de la fortaleza!” Harto de las idas y vueltas en el Cabildo, que no definían el reemplazo del Virrey. Belgrano se transforma en ese instante en un revolucionario, capaz de llevar sus ideas hasta las últimas consecuencias.

¿Cómo fue que un hombre de letras, de ideas de la ilustración, que había brillado como estudiante en España y como secretario en el Consulado, eligió el camino de la destrucción del sistema?

Podemos esbozar una respuesta en su experiencia de vida, en su formación intelectual, y, sobre todo, en la frustración que le generaron sus intentos, vanos, por modificar el sistema desde adentro.

El primer contacto de la familia Belgrano con el progreso, ocurrió durante el gobierno del Virrey Ceballos. Manuel, tenía apenas un puñado de años cuando España decidió modificar la situación mercantil del Río de la Plata; al romper con el monopolio que lo ataba al Perú. Eso permitió que Buenos Aires empiece a comerciar libremente con España y las demás colonias, el éxito del puerto porteño fue inmediato. Ese comercio, decía Ceballos: “sin cuyo auxilio, que es el espíritu que vivifica las poblaciones, jamás podrán hacer éstas el menor progreso.”

Después de décadas de estancamiento, en pocos meses el progreso fue abrumador. Domingo Belgrano fue uno de los comerciantes beneficiados por la medida. Pero el monopolio seguía marcando un límite, y el desarrollo alcanzó rápidamente su techo, impenetrable.

Manuel se fue a estudiar a España y descubrió las ideas de la revolución francesa, y también a los pensadores liberales. Pero la universidad estaba marcada por un rechazo conservador a las ideas de la ilustración. Belgrano, terminó sus estudios y regresó a Buenos Aires con el cargo de secretario del nuevo consulado del Río de la Plata.

No tenía ningún tipo de intención revolucionaria, pero era de los pocos hombres en Buenos Aires que habían presenciado de cerca a la Revolución francesa. La reacción de la corona, la importancia de las milicias, los errores y los aciertos. Había seguido el proceso con mucha atención.

Belgrano sostuvo desde el principio dos pasiones como causas de la libertad de los hombres; la educación y el comercio. Un ejército podía ganar una revolución, pero el verdadero cambio de sistema, la nueva construcción, era lo que lo desvelaba.

Una vez en el consulado, empezó a plantear propuestas en base a esas ideas. Lo que no esperaba, fue la tenaz resistencia conservadora con que se encontró. Los privilegiados del monopolio eran renuentes a cualquier cambio.

Durante años quiso implementar nuevos proyectos. Convencido que “el hombre por su naturaleza aspira a lo mejor, y por consiguiente desea tener comodidades y no se contenta sólo con comer”. Intentó un cambio cultural; se propuso establecer como regla la esperanza, el progreso, aspirar siempre a mejorar. Si no se producía el cambio de mentalidad, Belgrano estaba seguro que la situación se podía contener con migajas durante muchísimo tiempo. El estancamiento social, mientras no decayese, sería tolerado por todos y cada uno desde su lugar, al cual estaban los más desfavorecidos penosamente acostumbrados, víctimas de la barbarie y la frustración.

Justo en ese punto se destacan también las opiniones de Belgrano, los principios que erigió. Si de alguien dependía el bienestar y las ideas de las nuevas generaciones, además de las escuelas, era de las madres. Por eso Belgrano destacó la educación como un interés mayor para el estado, concerniendo también a las mujeres por supuesto, desde un lugar esencial en la formación de los hijos, como las primeras educadoras.

Si analizamos sus resultados, en cuanto a la libertad de comercio no tuvo ningún éxito. En la educación, fue diferente. Por su impulso, se abrieron varias escuelas, aunque unos años después la corona decidió cerrarlas por considerarlas: “de mero lujo”.

Un debate memorable ocurrió en el consulado cuando España, ocupada en guerras, se encontró impedida de atender el comercio de sus colonias. Se decidió autorizar, a pedido del conde Liniers, el comercio de Buenos Aires con las colonias extranjeras. Nuevamente, los monopolistas se opusieron. Pero esta vez, el conciliar Escalada, influido por las ideas de Belgrano, arremetió con furia e indignación. “Sólo un gobierno indolente pudiera despreciar estas ganancias… Poco nos importa que se perjudique Cádiz en uno… si nosotros con ese uno aventajamos ciento. Nosotros no somos apoderados del comercio de Cádiz… ni tenemos representaciones para reclamar sus fantásticos derechos sobre nosotros, ante nosotros y contra nosotros mismos… Así pues, (dijo con tono amenazante) cualquiera que lo haga… sépase que desde ahora lo denuncio como que, es el interés propio el que le anima, y no el común ni el ajeno.”

Belgrano, abatido, entendió que nada iba a modificar las ideas de esos privilegiados. Belgrano, Castelli y Escalada hablaban de libertad de comercio, progreso. No soportaban que reinase la pobreza y la miseria, el sistema opresivo se tornó, para ellos, intolerable.

Belgrano además, había comprendido que el analfabetismo era una finalidad perseguida. Ya que si un grupo privilegiado podía sostener su posición en desmedro del resto, era porque las ideas no eran comprendidas, o no se conocían. La ignorancia era una herramienta fundamental para que la situación no se modifique.

Belgrano fue derrotado de plano por los conservadores, y pese al prestigio, su energía cedió por un breve tiempo. La falta de debate honesto, la confrontación permanente, la discusión sobre cuestiones que su cultura le indicaban como resueltas y sus compañeros le refutaban con posturas estériles y obsoletas, lo hicieron caer en la mansedumbre en que las grandes mentes suelen sucumbir al verse rodeadas de vergüenza y mediocridad.

Pero su mérito es tal vez el de haber continuado pese a todo, sin que en su ánimo haya hecho mella la frustración, por el contrario, continuó trabajando como si el éxito inicial le siguiera sonriendo. Como lo describió Sarmiento: “General sin dotes del genio militar, hombre de estado, sin fisonomía acentuada. Sus virtudes fueron la resignación y la esperanza, la honradez del propósito y el trabajo desinteresado.”

Hay una especie de aprendizaje de quien conoce que está del lado correcto y además cuenta con la suficiente autoestima como para no caer en el pesimismo. Su actitud no decayó frente al fracaso, como tampoco se emocionaba demasiado cuando le iba bien. La lógica de la razón lo hacía querer ser el caballo de tiro, no el de exhibición.

Convencido de la inutilidad de insistir en los mismos postulados que lo conducían a la derrota, frente a posturas que los abusos del tiempo y la ignorancia habían hecho respetables y eternas, Belgrano, decidió modificar su estrategia.

Llegó a la conclusión de que esa corrupción tan gravosa para la evolución de las sociedades, solamente podía romperse con las armas revolucionarias.

En un país que suele entender por experiencia, repetir una y otra vez la misma receta. Bajo el consuelo de que esta vez sí va a funcionar. Es fundamental recordar a Belgrano, y a todos los hombres que impulsaron una revolución en favor de la independencia y la libertad.

*Paolo Barbieri – Secretario General del Municipio de Vicente Lopez