A 45 años del golpe cívico, militar y eclesiástico

“Ante la persistencia de una prédica insidiosa y falaz es imperioso volver  sobre cuestiones fundamentales”

La violencia política ejercida desde el Estado contra todos aquellos que fueron considerados una amenaza al orden establecido o desafiaron al poder fue una práctica recurrente en la historia argentina. Hay muchos ejemplos de esto: la brutal represión ocurrida durante la “Semana Trágica”, de 1919 que dejó alrededor de 700 muertos, la masacre perpetrada contra trabajadores de La Forestal, en el Chaco-santafesino a comienzos de la década de 1920, la matanza de los peones rurales en la Patagonia, durante las huelgas de 1921, las sucesivas interrupciones del orden constitucional protagonizadas por las Fuerzas Armadas, los fusilamientos de junio de 1956, la masacre de Trelew, en 1972 y el accionar de la tristemente célebre Triple A en los años previos al último golpe de Estado. Estos episodios pueden ser considerados, sin dudas, como antecedentes de la violencia política ejercida desde del Estado contra sus “enemigos” y en este sentido están ligados a la última dictadura (1976-1983), sin embargo, el autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional” implicó un “salto cualitativo” con respecto a los acontecimientos señalados, puesto que hizo uso de un particular ejercicio de la violencia política: la propagación del terror a lo largo y lo ancho de nuestro país. Lo que distinguió a la dictadura fue algo que ninguno de los regímenes previos instrumentó: la desaparición sistemática de personas. Esto es, ciudadanos que padecieron secuestros, torturas y muertes en centros clandestinos de detención y exterminio diseminados por todo el territorio nacional.

Desde mediados de la década de 1950, las Fuerzas Armadas argentinas en el marco de la Doctrina de Seguridad Nacional (DSN) elaborada e impulsada por los Estados Unidos, se prepararon para combatir, y en última instancia aniquilar mediante el exterminio a un “enemigo” que se “ocultaba” entre la población, un “enemigo” que era difícil de reconocer porque nada lo diferenciaba de un obrero, un estudiante, un profesional o un vecino y por lo tanto había que recurrir a “técnicas especiales” (tortura, detención ilegal, ejecución) para derrotarlo. Esta concepción que encontraba sustento en las ominosas prácticas instrumentadas por el ejército francés durante las guerras colonialistas de Indochina y Argelia y luego adoptaba por los estadounidenses en Vietnam, se extendió por Latinoamérica en general y por Argentina en particular, bajo la denominación de “guerra moderna”.

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En el contexto de la Guerra Fría, los hechos políticos locales construyeron una creciente deshumanización del adversario, que llegó al paroxismo en los centros clandestinos de detención durante el último gobierno dictatorial que no registra antecedentes en la historia política del país.

Conviene destacar, sin embargo, que una de las características distintivas de la dictadura entronizada el 24 de marzo de 1976, fue su voluntad reorganizadora puesta de manifiesto en el nombre con el cual se autoproclamaron. Las Fuerzas Armadas con el apoyo y la complicidad de grupos económicos, sectores sociales y actores políticos, diseñaron y condujeron un aparato represivo destinado a imponer un disciplinamiento de la sociedad basado en el terror, condición necesaria para el establecimiento de un proyecto político, económico, social y cultural beneficioso para las clases dominantes y de subordinación de las mayorías populares.

Videla y sus sucesores en los sombríos años del “Proceso” al igual que Hitler o Stalin, Franco o Trujillo, Duvalier o Somoza, Pinochet o Pol Pot y los Jemeres Rojos, entre otros tantos genocidas, fueron respaldados  por poderes que simularon no conocer el accionar criminal, que se declararon inocentes de todo, pero que les proporcionaron dinero, armas y todo tipo de colaboración para erradicar definitivamente toda resistencia, oposición y críticas a las políticas de cuño antinacional y antipopular, con las que tanto se beneficiaron. Por eso, es condición necesaria avanzar en el juzgamiento de todos los civiles implicados en el plan genocida.

A pesar de los años transcurridos y de los avances logrados en materia de memoria, verdad y justicia, no está demás volver sobre cuestiones fundamentales, que en estos tiempos que corren, conviene reiterar. Durante la posguerra y como consecuencia de las atrocidades cometidas por el nazismo, surgieron los conceptos: Derechos Humanos y Genocidio, ambos reconocidos en el mundo entero por su carácter universal. En 1951 la Convención Internacional sobre genocidio, calificó al genocidio como un crimen de lesa humanidad, la decisión fue votada por unanimidad por las Naciones Unidas (D. Feierstein, Introducción a los estudios sobre genocidio, 2016). Los crímenes de lesa humanidad son los que se cometen desde el Estado y son precisamente los derechos humanos los que surgieron para proteger a la sociedad de la violencia estatal.

En nuestro país hubo un genocidio y todos lo sabemos. La dictadura cívico militar no juzgó a nadie, torturó, desapareció y asesinó a los que consideraba culpables o presumía que lo eran, más allá si eran estudiantes, obreros, activistas sindicales, militantes políticos o integrantes de las organizaciones armadas. Hay un solo demonio, el Estado terrorista que ejerció la violencia desde el poder ignorando las leyes que debió cumplir. Es a ese Estado y a sus cómplices que el Estado democrático debe juzgar. Esta tarea comenzó en Nuremberg en 1945. (J. P. Feinmann, Crítica del neoliberalismo, 2016)

La responsabilidad por la violencia estatal no puede ser jamás equiparada a la violencia civil, en tanto la ciudadanía resigna el uso de su fuerza ante el aparato estatal con la garantía de la defensa de su integridad. Si es el Estado quien tiene atribuciones tales como: el poder de justicia y el monopolio de la violencia, el que avasalla los derechos de aquellos a quienes debe proteger, sus víctimas quedan en un estado de total indefensión, ya que no pueden recurrir a instancia alguna que garantice su protección. En cambio, las víctimas de crímenes o delitos cometidos por cualquier otro perpetrador, más allá de su gravedad, cuentan con el amparo y la protección del aparato estatal. Por tal motivo, las insistentes prédicas que igualan la violencia estatal con la violencia civil dentro de la lógica de los “dos demonios”, son meras vulgarizaciones, carentes de fundamento, producto de la ignorancia o de la mala fe de los nostálgicos del autoritarismo.

En definitiva: el Estado argentino, durante la última dictadura cometió crímenes de lesa humanidad y produjo un verdadero genocidio, razón por la que es el único demonio, no hay otro. Ante las atrocidades concretadas por el “demonio”,  los derechos humanos fueron, son y seguirán siendo el único refugio de las víctimas  indefensas.          

Por Marcelo Magne – Profesor de Historia (UBA) – Investigador y miembro de la Comisión de  DH de Tigre, “Padre Pancho Soares”