Incertidumbre escéptica

Por Sebastián Plut *

La pregunta misma, como todo investigar,

brickel

es un producto del apremio de la vida”

Sigmund Freud

Desde que en el principio fue el verbo, el hacer conserva su vigencia. La acción, en efecto, contiene el sentido con que nuestras subjetividades transforman la realidad. Res non verba, mejor que decir es hacer, Fiat lux, o la frecuentemente citada distancia entre el dicho y el hecho, son solo algunas de las instrucciones que redundan aquí y allá.

Aquel verbo, a su vez, exhibe el lazo propio del estar/hacer con otros, el nexo entre nuestra subjetividad y los otros, ya que la realidad somos los seres humanos y lo que las cosas son para nosotros.

Sin embargo, para hacer debemos saber qué hacer, para qué y cómo hacerlo. Al hacer, desde luego, lo acompañan también otros verbos modales: deber, poder y querer.

Cual si fuera una consecuencia del Covid-19, sentimos que nos cuesta respirar en el mundo actual; olfateamos con dificultad para orientarnos y se nos diluye el gusto de lo que sucede y de lo que esperamos que ocurra.

Incertidumbre escéptica, entonces, es la expresión que intenta capturar la contradicción que registramos en la cotidianeidad, en nuestras vivencias; una tensión cuyo displacer intrínseco parece conducir más hacia su incremento que hacia su resolución.

Si la incertidumbre propone un puñado de preguntas sobre el futuro, la vivencia escéptica las adormece, las responde con el tono del desaliento y proyecta hacia adelante solo la impotencia de un desenlace agónico. Incertidumbre escéptica, pues, es un cuadro cuyas escenas solo muestran una ligera variación: descreer de todo y creer que nada bueno vendrá después.

Los vínculos fraternos, decía Freud, estimulan la capacidad de pensar. Si tal nexo resulta válido, ¿en qué dirección se ha producido la dolorosa fractura? Si aceptamos que un signo de esta época se expresa en la disminución de nuestra capacidad de pensar, ¿es por esa disminución que desconocemos los vínculos fraternos o, a la inversa, nuestra intolerancia a considerar hermanos a los otros es la que conduce a romper la consistencia y ligazón de nuestras ideas?

Otro rasgo de los tiempos es lo que podemos llamar la falacia democrática, el imperativo que nos exige que asumamos que es democrático y pluralista el derecho a decir cualquier cosa. Se trata del hermano menor de los dos demonios, y nombrémoslo ahora como las dos opiniones. Sin duda, hay asuntos en los que caben mucho más que dos opiniones, pues deseos, valores y realidades se combinan de modo diverso y múltiple en cada singularidad. No obstante, la escena difiere cuando una de tales opiniones consiente la suspensión de toda reflexión y argumentación. Allí anidan el odio y la irracionalidad, un odio que no se define por su oposición al amor sino por la indiferencia, por el empuje a desestimar la subjetividad ajena (e incluso la propia), por su tendencia a abolir la significatividad de nuestras vidas.

Si la invención del psicoanálisis hubiera ocurrido en este siglo, imagino que su núcleo no sería hacer conciente lo inconciente. Más bien, la premisa freudiana que reza recuperar la capacidad de amar y trabajar se fundaría en recuperar la capacidad de pensar.

El silogismo ha muerto cuando el odio, la irracionalidad y la indiferencia se imponen, cuando la ética y la verdad son asesinadas minuto a minuto. La escisión psíquica es flagrante en el contexto de las dos opiniones, una de las cuales rige, aunque es siempre falsa y se construye desde la supresión del pensar, y la otra, que expresa una verdad, debe quedar sofocada.

Sin embargo, y pese a la claridad y las evidencias con que hace tiempo reconocemos la contaminación social por medio de mentiras de todo tipo, me pregunto si acertamos con la guía que parte aguas entre verdad y falsedad. Para Freud, sabemos, la verdad psíquica, lo genuino, no consiente su reducción a la adecuación del discurso con una presunta realidad objetiva, sino que también consiste en que las palabras sean expresión de la pulsión, de Eros. Tal vez, lo que frecuentemente identificamos como discurso falso, entonces, no sea pura arbitrariedad inconsistente; acaso también contenga alguna verdad, solo que en lugar de ser mensajera de Eros, sea una expediente de la pulsión de muerte.

Nos falta un rumbo, insisto, ya que el imperio de lo tanático nos impide vislumbrar cómo albergar lo mortífero en el seno de lo vivo o, como decía Freud, que cada quien muera a su singular manera.

El nivel de exclusión planetaria está tan extendido que faltan pocas horas para que ya no sea posible siquiera hablar de exclusión. Por cierto, resulta algo paradójica la categoría exclusión social o, al menos, parece artífice de un escotoma. Se comprende, desde luego, que así pensamos a aquellos que viven en la marginalidad, especialmente económica, aunque no exclusivamente. Hay, pues, un centro y una periferia; el primero cada vez más reducido y la segunda que se extiende progresivamente. Sin embargo, podemos preguntarnos: ¿si decimos exclusión social estaremos entendiendo que un número dado de sujetos habitan por fuera de lo social? Si es así, ¿no estaremos fantaseando la existencia de un social que no incluye la pobreza y otras formas de la marginalidad? Dicho de otro modo, la pobreza (o cualquier otro modo de segregación) es parte de lo social, pues es la sociedad misma donde se produce y donde habita, más allá de que su presencia se localice en zonas que anotamos como periféricas. ¿Qué invisibilización e imaginario se crean cuando insistimos con la figura de la exclusión social? ¿No posee un carácter aún más excluyente dicha figura? ¿No abonamos la ilusión de un social homogéneo? En principio no parece más que un preciosismo semántico, no obstante la urgencia que vivimos exige pensar todos los vértices posibles. Quizá se trate de nuestro apego a la premisa de Freud cuando sostuvo que el psicoanálisis “suele colegir lo secreto y escondido desde unos rasgos menospreciados o no advertidos, desde la escoria -«refuse»- de la observación”. De nuevo, la muerte es parte de la vida.

La devaluación nos atraviesa. Pero no solo la devaluación de la moneda sino, sobre todo, la de la palabra. De un lado, el insulto cotidiano y cada vez más obsceno ha degradado la reflexión y la argumentación. Del otro lado, las palabras parecen decir cada vez menos. Defendemos con uñas y dientes el derecho jubilatorio y, en simultáneo, esos haberes significan cada día menos dinero. Y este es solo uno de los ejemplos posibles. Las leyes que buscan proteger y rescatar a niños, adolescentes y mujeres de la vulnerabilidad, van perdiendo la solidez de su letra entre la falta de recursos y la burocracia. Tener un empleo o estar desocupado son dos estados que, si se trata de llegar a fin de mes, van perdiendo diferencias. La rebeldía se bifurca entre aquella que expresan los votantes de la derecha, y que es solo un acto de violencia y de catarsis que no conmueve ninguna injusticia existente, y la rebeldía nuestra que parece agotarse en las redes sociales y en discursos sin destino.

Se ha roto el pacto democrático, es cierto. El atentado contra CFK fue, quizá, la expresión más ruidosa de aquella ruptura. Fue un acto que, de haber logrado su objetivo, habría tenido unas consecuencias impredecibles, que no podemos calcular y, posiblemente, no deseamos ni imaginar. Sin embargo, debemos asumir que la ruptura del pacto democrático no comenzó esa noche, sino que se inauguró desde el momento en que el debate político dejó de ser político y apenas consistió en un cruce de palabras violentas de un lado y palabras desgastadas del otro. Llamamos democracia a cada vez menos, el salario digno es un capítulo de los libros de historia, la justicia social una imagen nostálgica y la acción política quedó reducida a un hashtag. Hasta hemos perdido la capacidad de pronunciar la palabra revolución, desde que a mediados del siglo pasado se la apropió la Libertadora, a fines de siglo el menemismo embanderó la revolución productiva, y hace pocos años el macrismo terminó de banalizarla y violentarla con la revolución de la alegría.

No se piensa de buena gana en molinos de tan lenta molienda que uno podría morirse de hambre antes de recibir la harina”, decía Freud. Se ha dicho hasta el hartazgo: cuando la justicia es lenta deja de ser justicia, y ni hablar, entonces, de la comida, el abrigo y el techo. Hay tantas frases que deberían corroernos el alma, pero que al estar gastadas por su uso y su ineficacia, son solo verba corroída. Entre ellas, cualquiera hoy dice que millones de argentinos “no llegan a fin de mes”. Pero ¿qué es no llegar a fin de mes? ¿Lo imaginamos, acaso, como una competencia en la cual algunos no alcanzan la meta y que el primer día del mes siguiente se renueva? No llegar a fin de mes es dejar a los chicos sin su escuela, es no comer, es no tener cobertura médica, dejar de aportar a la jubilación, y tantas otras escenas dramáticas que se pretenden desdibujar bajo el pseudorealismo de lo que se afirma.

Mientras tanto, como dice Freud, muchos se van muriendo, y la gravedad de ese destino se profundiza en lo que también señala, ya no se puede pensar. Si la urgencia no se resuelve, no hay tiempo, es decir, se pierde la temporalidad necesaria del vivir. Estamos paralizados y anestesiados. Solo aspiramos a que un grito se viralice, mientras negamos que la viralización es solo aceleración mortífera, es la vida desnuda de los cuerpos mortificados. Un desenlace en el cual, como afirmó Maldavsky, “la propia existencia queda reducida a una sucesión de fragmentos dispersos e incoordinados, en un estado de desfallecimiento vital”.

Volvamos al comienzo. La pregunta no es qué decir, sino qué hacer. Qué debemos hacer, qué queremos hacer y qué podemos hacer. Decir, decimos mucho, y por ese camino, el del decir sin hacer, el de un decir que ha enterrado y reemplazado al hacer, nos invadió el escepticismo.

Tal vez sea momento de una revolución silenciosa, un momento para callar, de apagar las redes sociales, de olvidarnos de los hilos de Twitter, de dejar de gritar en los canales de televisión y de responder a cuanta barbaridad diga la derecha. Quizá, sea el tiempo de un silencio activo, un silencio que empuje, como en la revolución portuguesa de los claveles, hacia un hacer novedoso, un hacer que asuma el riesgo de los interrogantes, un hacer que recupere la incertidumbre como pregunta que abre el futuro.

* Por Sebastián Plut – Doctor en Psicología. Psicoanalista.