Enseñar en la isla: viaje a la escuela primaria N 13 Julián Anguiano

Por Karina Funes para ETER

Son casi las ocho de la mañana y en la estación fluvial del Tigre, el murmullo de quienes esperan en la fila comienza a mezclarse con el motor de las lanchas. Marisa llega siempre un rato antes. Su labor docente no empieza en la escuela, empieza en el muelle. ahí, entre mates compartidos con otros docentes charlan sobre cómo estuvo el día anterior, de los proyectos en el aula y de la vida .

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Una vez que están todos listos, se arranca. La lancha sale puntual a las 8 pero si uno está llegando tarde avisa y se lo espera. La lancha es como un colectivo urbano, pero acá no hay extraños, todos se conocen y en lugar de calles y avenidas, hay ríos y arroyos. El vaivén del agua mece la lancha mientras el paisaje afuera se repite entre árboles y juncos. “Casi sin darte cuenta entras a otro mundo -dice Marcela- otro ritmo, el ritmo de la isla”.

En el camino la embarcación va haciendo paradas, muelle por muelle, se detiene a recoger a los chicos con sus guardapolvos blancos y siguen. En las islas del Tigre hay 6 polos educativos ubicados en la primera sección de las Islas donde en total estudian 1263 alumnos y trabajan 405 personas entre personal docente y no docente. Muchos de los estudiantes isleños llegan a la escuela gracias a estas lanchas colectivas que son subvencionadas por el Estado, mientras que otros lo hacen con sus propios botes o lanchas.

Después de casi una hora de viaje, a eso de las 9 de la mañana, sobre el Río Carapachay y el Canal 8, arriban a la escuela Primaria N 13 de Tigre “Julian Anguiano”. Desde el río, lo que se ve es la hilera de casuarinas que rodea la escuela. Esos árboles altos, firmes, parecen custodiar el edificio entre el verde y el agua. La primera en descender es Luciana Ballestero, la directora de la escuela que saluda uno por uno a los chicos que van bajando. Ya en tierra firme los reciben las auxiliares, antes llamadas porteras, que llegan una hora antes que todos para prender las estufas y preparar el desayuno y almuerzo del día.

“Saludando a la bandera, las islas siempre serán testigos de nuestro canto, vestidos todos de blanco, como palomas de paz”, reza el himno a la bandera cada mañana, con los 65 alumnos formados en el patio, con sus guardapolvos blancos y el orgullo de ser isleño en el pecho. “Este saludo a la bandera no es como el de cualquier escuela”, había adelantado Luciana. Creado por la comunidad, con la melodía de “Km 11” -la conocida canción popular-, mezcla el lenguaje nacional con imágenes locales y sirve para que los chicos reconozcan su lugar en el país desde su propia geografía, ya que habla de los ríos que navegan los chicos para llegar al colegio. La circulación de docentes e isleños hizo que se expandiera y que otras escuelas de las islas la incorporen con sus propios ríos.

Después de este ritual,  ingresan a las aulas para comenzar las clases, pero antes, se desayuna. Los maestros son quienes sirven el mate cocido o té en las tacitas a los chicos. “Ahí ves el rol docente-mamá, docente-familia muy claro”, comenta Marisa, profe de inglés, en referencia a esos 10 minutos de compartir el desayuno que van a repetirse al mediodía con el almuerzo. Es un rol de cuidado, explica Luciana, de cuidado en el aula como docentes pero también de cuidado emocional y afectivo. La escuela es el lugar donde los chicos pueden socializar y estar en contacto con sus pares, “los cumpleaños se festejan acá, por ejemplo, porque es el momento donde pueden juntarse”, agrega. Es que dependiendo en donde vivan y las condiciones de cada familia, reunirse en otros contextos es más difícil, por el traslado, por las distancias o por que los papás trabajan y no pueden llevarlos. Para Rubén, otro de los maestros, los conflictos de los chicos de la isla quizá son los mismos que en otras escuelas, pero acá, al ser menos, el acompañamiento es más personal, lo que permite estar más atento a las particularidades de cada uno a diferencia de escuelas con mayor matrícula.

Llega la hora del recreo y los chicos salen al patio. “¡No corran!”, piden al unísono las “seños”, mientras que un grupito se acerca a Dirección, donde la puerta está siempre abierta, a pedir la pelota para jugar un rato. Es que el juego es una parte esencial en esta escuela, explica Luciana, tan esencial que cuando diseñaron el escudo en 2022 entre alumnos, profes y familias, decidieron incluir la canchita de fútbol como símbolo de identidad cultural además de un carpincho y una lancha colectiva. Durante diez minutos, el patio es pura algarabía, gritos, risas, juegos y charlas. Al sonar la campana termina el recreo y se repite el “¡No corran!” de las seños para que nadie se lastime. Los chicos van ingresando nuevamente a clases y esa energía entusiasta de juego y algarabía, vibra ahora en el aula.

La Escuela N 13 fue la primera escuela de las islas, nació en 1888 y se fundó oficialmente en 1889. Esta institución cuenta con otra particularidad, es parte de una iniciativa transformadora que pone al juego como eje de sus prácticas educativas; “Aprender jugando, aprender haciendo”, donde se promueve la educación cooperativa, inclusiva, fortaleciendo los lazos. Su impulsora, Luciana Ballestero, especialista en políticas y proyectos educativos, resalta que el juego es el modo natural en que los chicos se relacionan con el entorno y aprenden. Por eso, se implementan las políticas educativas desde un abordaje pedagógico en jornadas de juegos no competitivos. En estas jornadas trabajan los contenidos aprendidos  en el aula desde otra perspectiva, lo que les permite compartir conocimientos, cooperar, crear, entender, proponer, equivocarse sin culpas y entender que hay una meta en común. “Queremos que entiendan que todos somos parte de algo más grande, que el éxito de uno también depende del otro”, agrega. Los chicos de 6to, son los encargados de llevar la próxima jornada de estos juegos, “Si uno no sabe como resolver algo, lo ayudamos” dice Uma, “sin decir la respuesta, con pistas, para que saque sus propias conclusiones”, agrega Lautaro, dos de los alumnos que egresan este año, mientras Luciana los mira con emoción. Destaca que gracias a estas prácticas se redujo la conflictividad y el bullying en el aula, porque “hay mirada y cuidado con en el otro”

Cerca del mediodía, la escuela se llena de aroma a hogar, las auxiliares llevan el almuerzo a las aulas y el ritual de compartir la comida les permite a los chicos sentirse como en casa. La escuela es comunidad, es familia. Los docentes conocen así, las historias detrás de cada alumno: sus problemas, sus necesidades y también sus logros. En esas pequeñas atenciones cotidianas se teje un vínculo que trasciende el aula.

Los isleños hacen referencia al “mal del sauce”, ese encanto que deslumbra a quienes visitan el Delta del Tigre y sienten ganas de quedarse a vivir allí para siempre. Haroldo Conti confesó en una entrevista: “siento que me condena a un eterno retorno. Aunque a veces me aleje de él algún tiempo, sé que siempre volveré a él y a mi casa: es mi destino”. Domingo Faustino Sarmiento, seducido por el encanto de estas tierras rodeadas de ríos marrones, vivió e impulsó el asentamiento en la isla con la Ley 2072, promoviendo la inmigración y población. Aunque parezca soñado, el día a día en las islas puede ser muy distinto. Lejos de este romanticismo están los fríos inviernos, los mosquitos en verano, las sudestadas, las crecidas y las bajantes del río, que pueden complicar no sólo la llegada la escuela sino también la vida de sus habitantes. Sin embargo, estos docentes eligen ir todos los días a trabajar a la isla, las inclemencias del tiempo son compensadas por la calidez de quienes integran esta comunidad, los trabajadores de la escuela y sus alumnos. Dicen también que si lograste pasar el primer invierno, “superaste el mal del sauce.”

Aun con las dificultades que impone el clima, la matrícula y la asistencia escolar muestran un aumento sostenido desde 2022, año en que comenzó a implementarse el proyecto “Aprender jugando, aprender haciendo”, según una comparativa realizada a comienzos de este año. “Ni la marea nos para”, dice la directora, recordando entre risas una jornada de juegos muy esperada por los chicos. Ese día el cielo estaba gris, el río crecido y la lluvia amenazaba con arruinar la fiesta, pero nadie quiso perderse el encuentro. La foto que muestra lo resume todo: zapatillas embarradas y  sonrisas amplias que desafían al clima.

​​En esta escuela, cada jornada es una pequeña victoria colectiva: llegar, aprender, compartir y volver. Son los docentes quienes, con compromiso y dedicación, hacen de la escuela un segundo hogar y una comunidad que no se deja vencer ni por la distancia ni por el tiempo.

Suena la campana, los motores de la lancha se encienden, es hora de regresar a casa. Son casi las 2 de la tarde y la escuela poco a poco va quedando en silencio. Las casuarinas despiden a los chicos que suben a la lancha, el viaje continúa, mañana será otro día, para aprender jugando, en la escuela del río Carapachay.