Del prestigio como un serio problema social

Por Sebastián Plut *

I. Una larga fila de personas en un centro comercial. ¿El motivo?, me pregunto primero a mí mismo y luego a una de esas personas: conseguir el autógrafo de una prestigiosa escritora de novelas románticas y sacarse una foto con ella. El ritual consiste en una muy paciente espera, hasta que a cada quien le llega su turno, acercarse a la mesa donde se encuentra la escritora, sonreír para la foto, que la autora estampe su firma y, posiblemente, alguna frase ornamental.

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Unas horas antes, temprano en la mañana, había comprado el libro de un psicoanalista prestigioso y muy consultado en estos tiempos. Lo leí durante la tarde y el resultado fue una amarga decepción.

De la autora de novelas románticas no leí nada y, a decir verdad, apenas me suena su nombre. Del prestigioso analista ya había leído otras cosas, aunque sus reflexiones no me resultan agudas ni estimulantes. ¿Por qué la amarga decepción, entonces, si ya sabía lo que encontraría?

Las dos escenas tienen algo en común: el sentido y los efectos del prestigio. Es decir, entre las razones de mi decepción no están mis desacuerdos con el autor. Se entiende: me decepciona que un autor mediocre sea objeto de tanta admiración, que una horda de aduladores suponga que en sus textos se hallan las verdades más fundamentales y que, en consecuencia, no se proceda a la reflexión crítica necesaria.

Hay, creo, un serio problema que resulta del prestigio y que no en vano fue señalado por Freud en Psicología de las masas y análisis del yo. El pensamiento no es compatible con las radiaciones que emanan del prestigio. Las identificaciones que promueve el prestigio no se distinguen de la idealización acrítica y el aprendizaje que resulta de ello no se diferencia de la mera repetición de una rígida sintaxis. Agreguemos otro efecto: para invisibilizar las insuficiencias del autor prestigioso pareciera necesario desestimar los desarrollos de tantos otros autores.

II. Veamos lo que rodea a este asunto.

El prestigio no es un invento del neoliberalismo pero cuadra muy bien con su esquema. Consiste en una celebración del individualismo que, a su vez, esconde la supresión y perturbación del espíritu colectivo al que sustituye por el contagio.

Si bien el prestigio y sus emanaciones dependen de ambas partes, del elogiado y de quienes lo colocan en esa posición, es sobre todo responsabilidad del primero renunciar a dicho lugar. En efecto, aunque la responsabilidad sea compartida, si hacemos caso del lema nobleza obliga, es mayor en el prestigiado que en sus admiradores.

Me formé en una tradición intelectual opuesta a toda fascinación, padecida o ejercida, aunque hay más razones para pensar que en la función del prestigio hay un grave daño para el tejido social. Para aquella tradición la vanidad tiene casi el rango de un pecado; el ruido fatuo, como decía Freud, es el complemento de la pérdida de lucidez. Y agreguemos que, no tan curiosamente, la etimología de prestigio nos conduce hacia las ilusiones de los actos de magia.

III. Describamos con otros términos al prestigio: hablamos de un fenómeno que combina contagio afectivo, fascinación y vacío. Por caso, resultó inquietante, por usar una palabra mesurada, el despliegue de notas y resonancias a partir de la presencia de Hasbulla en nuestro país. Hizo un ¿show? en un conocido teatro de la ciudad. ¿En qué consistió? En la nada misma, un vacío que fascinó y contagió.

La bizarría del influencer ruso, sin embargo, tal vez no se distinga en mucho de aquella obra inmaterial de Salvatore Garau por la cual algún excéntrico llegó a pagar 15.000 euros. Una escultura invisible, el vacío mismo, es lo que vendió.

El núcleo de todas estas escenas se ha descentrado: no es el libro del psicoanalista, los gestos de Hasbulla ni la escultura inmaterial de Garau, sino, en cada caso, el número significativo de personas ad/mirando el vacío, una vez más, en estado de contagio y fascinación.

IV. Veámoslo del siguiente modo: hay un hecho social que atrapa la percepción y atención de una cantidad importante de personas. Aquel hecho, por las razones que sean, presuntamente adquiere sentido para tales personas; es decir, parece significar mucho, tiene alta intensidad. Sin embargo, y en simultaneo con dicha intensidad, carece por completo de consecuencias concretas en las vidas de esas mismas personas. Una expectativa ansiosa, un durante con tensión, y un desenlace jubiloso o dolido; y toda esa secuencia, con toda la energía que soporta y contiene, no modifica en nada la vida de quienes la atraviesan.

V. Ya señalé dónde Freud habló del prestigio; en el mismo texto en el que habló de otro fenómeno colectivo: el contagio. A partir de ese libro, entonces, aprendemos que el fenómeno que nos interesa (fascinación/contagio/vacío) tiene el carácter de una paradoja: el intenso intercambio afectivo no es sino el complemento de la desocialización de los miembros de un grupo. Es decir, la trilogía vacío-fascinación-contagio constituye el intento (fallido y traumático) de restitución de la intersubjetividad previamente desestimada.

VI. Se dice de mí podría cantar hoy la sociedad. Aquí y allá nos dicen que vivimos en la sociedad de la depresión. Se habla de adolescentes que habitan poco menos que el apocalipsis. Los psicoanalistas, por ejemplo, repiten que los pacientes actuales no son los neuróticos que atendía Freud.

Nos dicen todo eso y, luego, ya no importa lo que cada uno observa/piensa. Más bien, no es que no importe, sino que dejamos de hacerlo, ya no observamos/pensamos.

Aquellos lemas o mantras de apariencia epidemiológica operan con similar lógica a la que enciende el sentimiento de inseguridad.

Un dato para sintetizar: los pacientes que atendía Freud tampoco eran los neuróticos que atendía Freud. Vaya, lea aquellos casos y se dará cuenta. O mire a su alrededor: ¿acaso ve una prevalencia de depresión adulta y apocalipsis juvenil? No, no ve eso. Fíjese bien, observe, haga su trabajo, piense, compare, concluya.

Digámoslo de otro modo; no se obligue a poliamar si usted piensa/siente que le pasan otras cosas y no lo que le dicen.

VII. Todo es mentira. O mejor, cuando todo puede ser mentira, ya no existen más ni la verdad ni la mentira. En efecto, solo tiene sentido analizar las mentiras en el concierto de las verdades. Sinceridad subjetiva versus hipocresía social, he ahí una versión del antagonismo y que trasciende los intereses racionales.

Otra versión es la siguiente: supimos lidiar con lo prohibido y quizá no nos fue tan bien cuando debimos batallar con lo permitido. Tal vez imaginamos que no habría batalla en ese caso, cuando, en rigor, lo prohibido o lo permitido son dos formas de resolver los conflictos con la imposibilidad.

VIII. No hay revolución sin sujeto. Si solo vamos quedando atrapados en el presunto moldeo que la sociedad ejerce sobre nosotros, solo queda vacío, contagio y fascinación. El sujeto y la revolución es lo inverso, es producir y modificar eso que, sin precisiones, llamamos lo social. Dios, decían, nos hizo a su imagen y semejanza; aunque desde que Dios murió, podemos hacer a Dios (o a la sociedad) a nuestra propia imagen, según nuestros propios deseos.

IX. Ante tanta desigualdad, tanta pobreza, tanta injusticia, nos preguntamos por qué apenas algunas reacciones dispersas, algún grito sin destino, pero sin ninguna resistencia cierta, consistente.

La gravedad de los problemas sociales no impide hallar un parentesco con las escenas descriptas al inicio. Si solo miramos, de nuevo, en clave de fascinación y nos vamos contagiando ese estado, solo resta un vacío.

Freud mismo sostuvo que el trabajo que realiza el pensador individual no es sino la consumación de un trabajo realizado por muchos otros. Ese trabajo, pues, es la restitución del sujeto, hagámoslo. Sapere aude, esa es la lección.

* Sebastián Plut – Doctor en Psicología. Psicoanalista.