Los liderazgos globales están devaluados. Las instituciones de Bretton Woods, que surgieron con fuerza en las postimetrías de la segunda guerra mundial, cuando el mundo necesitaba de la rápida recuperación de las economías que impulsaban al planeta, ya fueron. No tanto por su capacidad de intervención, sino porque los ciudadanos ya no creen en ellas. FMI, Banco Mundial y tantas otras más perdieron prestigio a medida que se las observaba como lejanas y los pueblos, golpeados por la economía global, las relacionaban más con el fracaso que con la salida hacia el desarrollo. Lamentablemente, en Argentina estamos viviendo este (retornante) proceso.
Imágenes como la de los encuentros de Ronald Reagan y el presidente de la URSS, Mijaíl Gorbachov, en Malta o las que arrojó la Conferencia de Yalta en 1945 cuando Churchill, Franklin D. Roosevelt y Stalin se reunieron para ver qué hacían con Alemania, entre otras cosas, van a existir cada vez menos. Porque ni creemos en ellas ni los presidentes tienen interés en mostrarse con el traje de líderes planetarios.
Una imagen de Trump con Kim Jong-un resabio la despedida de este tipo de cumbres. El erróneo diagnóstico sobre la presencia de armas de destrucción masiva en medio oriente, la debilidad del Consejo de la ONU para intervenir en diversos conflictos bélicos, la inoperancia política para combatir el cambio climático y el angustiante problema de las migraciones fueron socavando ese rol, ya pocos querrán ejercerlo.
La contracara de este fenómeno es el regreso a las fuentes. A lo local, a nuestra tierra, a nuestro barrio, a nuestra casa. Vemos los problemas globales como demasiado lejanos como para poder tener algún tipo de influencia en ellos. No vemos una actitud conjunta de la sociedad para comprometernos con el reciclado de la basura y estamos convencidos de que poco podemos hacer para que nuestra propia comunidad funcione mejor. Sin embargo, aún tenemos tantos problemas en casa que difícilmente creamos posible mirar hacia afuera. Instituciones solidarias mantienen con vida nuestro espíritu altruista y nuestra cosmovisión en pleno retroceso.
Un estudio reciente refleja las penurias que estamos viviendo como argentinos: más de un 30% vive en la pobreza; la mitad de los jóvenes no termina el secundario; más del 55% necesita pedir plata prestada para lograr llegar a fin de mes. Este escenario hace muy improbable que podamos estar ocupándonos de otras cuestiones que no tengan que ver con lo propio. Los analistas de opinión pública hablan del metro cuadrado, el horizonte que tenemos diariamente para proyectarnos y hacerlo en sociedad se torna cada vez más cercano.
Así como la naturaleza nos enseñó que ante una amenaza externa debemos refugiarnos en nuestro hogar, como lo hace un caracol que se abroquela en su caparazón o el pez que se ampara entre las piedras, los ciudadanos (del mundo) nos estamos aferrando a lo local. Esto significa concentrarnos en nuestro barrio, apostar a nuestras economías locales y aceptar que la manera que tenemos para empujar a nuestra comunidad al desarrollo es mejorando el lugar donde vivimos. Es decir, volver a lo chiquito.
Este proceso, global y profundo, tiene varias denominaciones, no es esa la cuestión. El desafío está en cómo organizar esa fuerza que nace desde el corazón de las comunidades y cómo hacer que estimulen el desarrollo de las naciones y compensen al deshilachado liderazgo global.
Gonzalo Meschengieser – Conferencista y emprendedor – Espacio Ubieto