Virtual-mente

Por Sebastián Plut *

El futuro siempre fue uno de los nombres de la incertidumbre y cada quien, tal es la experiencia consabida, escribía a su manera las preguntas y respuestas: desde los antiguos oráculos hasta la versión menos poética de los horóscopos, desde los presagios apocalípticos hasta las formas más prosaicas del pesimismo, desde las estéticas más variadas de la alquimia hasta la ingesta abusiva de medicamentos que se instruyen para la ansiedad, desde complejos ensayos críticos hasta delirios más o menos bizarros que, en ocasiones, incluso fungen de programas políticos.

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Y aunque la Tierra continuó con su rotación, y los días y las noches se alternan como en los tiempos de mis abuelos, cuando las vanguardias migratorias imaginaban un futuro de cosechas para hijos y nietos; aunque todo eso -decía- sigue ocurriendo, hoy vivimos una extraña sensación, una oscura percepción.

Los ambientalistas, que ofician de profetas en nuestra contemporaneidad, hace tiempo pronuncian sus advertencias y, justo es decirlo, hemos hecho caso omiso de ellas, les prestamos tanta atención como un adolescente desafiante a sus padres.

No pretendo, sin embargo, exponer aquí un manifiesto más sobre cómo cuidar el planeta ya que, por otra parte, no sabría bien qué decir. Mi interés, en todo caso, está en la ecología de las arbitrariedades humanas, en las prácticas y desenlaces que resultan de las impredecibles mezclas de nuestras pulsiones con los imprecisos márgenes de la discrecionalidad de la que disponemos.

Una oscura percepción decía, e intuyo que consiste en que el futuro ya llegó, es idéntico al presente o, mejor, ambos tiempos se han fusionado. En consecuencia, la incertidumbre ya no es por mañana, sino sobre este mismo instante, no acertamos a entender lo que nos pasa ahora. La segunda secuela de aquella fusión, pues, es que quedamos impotentes, paralizados, para proyectarnos hacia adelante, no podemos imaginar un porvenir. Esta imposibilidad no sucede porque vivamos con dolor los interrogantes sobre el futuro sino porque nos asedia la certeza de que no lo hay.

Realidad virtual es un sintagma que dejó de parecernos un oxímoron, quizá como un síntoma que expresa la apatía ante el trabajo que exigen las esdrújulas. En efecto, la vida pública y social deambula entre graves y agudos.

Así, la suma de lo que se ha hecho costumbre, por ejemplo, las constantes noticias falsas y teorías que se aceptan porque (y no pese a que) son infundadas, y lo que resulta posible en virtud del irrefrenable avance tecnológico (inteligencia artificial, realidad aumentada, etc.), ha puesto en crisis nuestro ancestral modelo que distingue entre verdades y mentiras.

Creo que no se trata, tan solo, de que la mentira haya ganado transitoriamente la contienda, o de que la verdad insista en levantarse del suelo al que ha sido arrojada como en un combate de box. Más bien, pienso que se han perdido las diferencias entre una y otra, ya no existen los criterios que permitan distinguirlas; son categorías que no han sobrevivido pues, como tantas especies, han seguido el camino de la extinción.

Eso es lo que pienso, no obstante me cuesta imaginar ese mundo, me resulta indescriptible, a no ser por la negativa. Ya no contaremos con la posibilidad de decir y diferenciar lo que es, lo que no es, lo que podría ser y lo que es imposible que sea.

Preparémonos para un duelo del que, tal vez, ni siquiera seamos concientes. Ya no habrá, por caso, ciencia ficción, ni tendrán lugar las hipótesis basadas en lo que nos resulte verosímil. Debe ser triste, supongo, vivir sin conjeturas, sin entender ni clasificar lo verosímil. Los prejuicios, entonces, no se distinguirán de la información, pues unos y otra circularán como en un mundo de espejos; y similar destino le aguarda al pensamiento crítico.

Ya no necesitaré confiar en mi compañera, pues la confianza solo será un hallazgo para el oficio de los arqueólogos; y tampoco habrá errores ni acusaciones, dado que ambos requieren de contrastes con lo que es cierto. En el mismo viaje se irán las dudas y la incertidumbre que tanto nos hicieron padecer y ahora extrañaremos su impronta. Tan paradojal será ese mundo que incluso extrañaremos la hipocresía y, desde luego, los elogios no tendrán valor alguno.

Qué será de la nostalgia, tampoco lo sabemos, pues en este vacío hacia el que avanzamos sin pausa se harán trizas los desacuerdos entre memoria y vivencia y, también, entre recuerdos y percepciones.

El parentesco y las discrepancias entre dioses y diablos ya no tendrán vigencia aunque, es presumible, esa pérdida no podrá siquiera ser para el disfrute de ateos y agnósticos.

Seguramente, la lista de lo que ya no será, de lo que carecerá de toda eficacia y valor, es mucho más extensa. Y no continúa aquí no solo por autoimponerme una economía de espacio, sino porque, como señalé antes, solo podemos arriesgar una descripción por la negativa. En efecto, que podamos percibir algunas coordenadas del mundo al que estamos ingresando no nos abre la posibilidad de imaginarlo.

Es que, de hecho, si hemos perdido el eje verdad/mentira, también habremos sido despojados de la capacidad de imaginar y no podemos, aun, calcular de qué se tratará un pensamiento sin imaginación, de que se tratará la tristeza de vivir sin que exista la imaginación. 

* Por Sebastián Plut – Doctor en Psicología. Psicoanalista.