San Martín, un prócer egregio

José Francisco de San Martín transitó cuatro etapas que caracterizaron su vida: 1778-83, en el Virreinato del Río de Plata; 1784-1811, en España; 1812-24 en América; y 1824-50 en Bélgica y Francia. Su vida es un enigma histórico por descifrar y dejo eso para los historiadores, pero no puedo omitir sino compartir la opinión de Bartolomé Mitre sobre el Libertador: “No fue un mesías ni un profeta. Fue simplemente un hombre de acción deliberada, que obró como una fuerza activa en el orden de los hechos fatales, teniendo la visión clara de un objetivo real. Ese fue la independencia sudamericana, y a él subordinó pueblos, individuos, cosas, formas, ideas, principios y moral pública, subordinándose él mismo a su regla disciplinaria” (Mitre, B. Historia de San Martín, Ed. Peuser, pág. 62)

Nacido en la entonces polvorienta Yapeyú, sintió la vocación americana y regresó a su país atraído, probablemente, por la gran empresa emancipadora entre cuyos precursores se había destacado el venezolano Francisco de Miranda. San Martín fue eminentemente un profesional militar con visión política y humanista, formado en academias militares y en el ejército español, donde participó en más de veinte combates, y su mérito militar fue reconocido en las batallas de Arjonilla y de Bailén, contra los franceses. Estuvo prisionero de guerra en dos oportunidades, lo que contribuyó a fortalecer su férreo temple ante la adversidad de la guerra. No desconocía las campañas de Alejandro el Grande y de Julio César, pero quizás influyeron más en él las de Federico de Prusia, Napoleón y Wellington.

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En 1812 regresó a su país natal y organizó los primeros ejércitos regulares. Como líder militar, exigía una rigidez disciplinaria acorde con la dignidad del soldado; sin duda ejerció un mando firme, equilibrado y respetuoso. Su carácter era recio cuando la situación lo imponía; el coronel Manuel Dorrego lo experimentó en carne propia cuando,  en una reunión de oficiales para unificar voces de mando, intentó burlarse del tono de voz del general Belgrano.

 Con clara visión militar y política concibió su Plan Continental, audaz, riesgoso y estratégicamente impecable: dejó en manos de Güemes y sus gauchos la contención realista en nuestra frontera norte, organizó un ejército pequeño y disciplinado del orden de cuatro mil criollos voluntarios; cruzó con tropas, pertrechos y cañones una de las cadenas montañosas más grandes del mundo; sorprendió y venció a un ejército español superior y de esa manera consolidó la independencia de Chile, conformó una flota desde la nada, desembarcó en playas peruanas y declaró la independencia del Perú el 28 de julio de 1821, la que se consolidó con las batallas de Junín y Ayacucho en 1824. ¿Fácil y simple, no? La impecable concepción de su Plan Continental lo define como un excepcional estratega; en las batallas de Chacabuco y Maipo evidenció ser un excelente táctico. Lamentablemente, careció de una real sustentación política y económica de parte del gobierno de Buenos Aires.

No es un hecho menor recordar que, en 1815, Carlos M. de Alvear, en notas a lord Castlereagh y a lord Strangford, ofreció algo insólito, que las tierras que hoy llamamos nuestra Argentina pasaran a ser un protectorado británico: “Estas provincias desean pertenecer a la Gran Bretaña, recibir sus leyes, obedecer a su gobierno y vivir bajo su influjo poderoso. Ellas se abandonan sin condición alguna a la generosidad y buena fe del pueblo inglés” (Sabsay, F., Ideas y Caudillos, Ed. Ciudad Argentina, pág. 205). Y no reparó en señalar que “él daría todo su apoyo, y reclamaba también el envío de fuerzas suficientes para que sometan a los díscolos”.

En 1819, el Directorio le ordenó regresar con su Ejército desde Chile para someter a Santa Fe y las demás provincias que hacían la guerra al gobierno de Buenos Aires. San Martín no dudó en desobedecer esa orden. Años después, desde su autoimpuesto exilio, el Libertador dijo: “Yo había visto que los mejores jefes, como las mejores tropas, se habían desmoralizado y perdido en la guerra del desorden que era necesario hacer; y sobre todo en el desquicio general en que las cosas se hallaban (…) Sé que la Logia nunca me perdonó mi conducta, pero aún ahora tengo la conciencia tranquila de que obré en el interés de la revolución de América, y de que, si hubiese ido a Buenos Aires, la campaña del Perú no habría tenido lugar, ni la guerra de la independencia hubiera terminado tan pronto”. Decisión sublime y genial desobediencia debida, que demostró su Alea jacta est y el cruce de su Rubicón marítimo. Felipe Pigna sintetiza lo expresado: “El Directorio le estaba dando órdenes de participar en la guerra civil, en la represión interior” (Historia Confidencial; Ed. Planeta, pág. 88).

La molicie de la vanidad y de la ambición no cabía en la grandeza de espíritu de San Martín. Soportó estoicamente persecución y difamaciones, pero nunca devolvió agravios. Algunos de sus enemigos, no solo en la Argentina, lo tildaron de: agente inglés, ambicioso, traidor, cobarde, corrupto, desertor de la bandera argentina y no digno de revistar en su Ejército. La posteridad agradecida lo ha valorado. Es reconocido por los países más importantes del mundo, América del Sur lo valora como uno de sus dos grandes libertadores y tres países como fundador de su independencia.

 Nuestro egregio prócer falleció en Boulogne Sur Mer (Francia) el 17 de agosto de 1850, olvidado —igual que Belgrano— por la mayoría de sus compatriotas. Sus restos fueron repatriados recién treinta años después y descansan donde él quería, en la ciudad de Buenos Aires, donde vivió menos de un lustro de su larga vida. Sin proponérselo, San Martín depositó su legado en la posteridad, rechazando la momentánea celebridad y las vanidades y ambiciones del poder.

Por Martín Balza – Ex Jefe del Ejército Argentino. Veterano de la Guerra de Malvinas y ex Embajador en Colombia y Costa Rica.