¿Quiénes son?

Por Sebastián Plut (*)

Quizá la pregunta no esté bien formulada. Posiblemente, el estado de inquietud conspire para no encontrar la fórmula más acertada; la zozobra ante el resultado empaña la precisión retórica. Si saber quiénes son solo aportara nombres propios, si con la pregunta así planteada apenas obtendremos información demográfica, algún dato censal, es claro que no son esas las respuestas que buscamos. Preguntarnos cómo son, quizá se aproxime algo mejor, aunque, desde luego, no es por la apariencia que nos asalta el desasosiego. Saber por qué, en efecto, siempre participa del intento de reducir el desconcierto: ingenuamente o no, habitualmente atribuimos alguna propiedad calmante a las explicaciones.

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¿Quiénes son, cómo son, los que votaron por Milei? ¿Por qué lo votaron?

Son varias las razones por las que estas preguntas cobran importancia, entre ellas, escuchar que tantas veces decían “no va a hacer lo que dice”.

¿Qué anticipa una elección basada en esperar que el candidato elegido no haga lo que prometió? ¿Qué llevó a que una cantidad de sujetos vote bajo esa expectativa negativa? Y también, si prevaleció la decepción con la política, ¿cómo conduce dicha decepción a un suicidio colectivo?

Hay mucho para decir si nos proponemos describir las decepciones políticas, la insatisfacción democrática que se ha señalado. Sin embargo, es tan evidente la frustración, tan expandida esta vivencia, que es mejor partir de algunas prevenciones sobre la forma, el alcance y el motivo.

Si el decepcionado piensa, siente y dice “¡Qué país de mierda!”, ya contamos con otro dato. Su decepción se anuda a una forma peculiar, una intensa denigración de otros y/o de sí mismo. Luego, tenemos el alcance de aquella decepción: ¿absolutamente todo lo que funciona políticamente en este país les resulta decepcionante? ¿No hay nada en el campo de la salud, de la educación, etc., que escape un poco a la decepción? Y, por último, si hablamos del motivo: ¿qué diferencias importan y qué consecuencias tienen la decepción por un gobierno que uno no votó y por un gobierno que uno sí votó?

Aunque Freud describió finamente a los sujetos que fracasan al triunfar, hace varios años que referimos otro grupo, posiblemente más grave en sus desenlaces: los que triunfan al fracasar.

¿Quiénes son, entonces, los que se arriesgan a acordar en que el Estado no es más que un obstáculo? ¿Cómo son aquellos que alucinan una convivencia sin un Estado presente? ¿Por qué desestiman la función ineludible de un Estado?

Si nuestro andar puede darse en libertad, si no hacemos de la ley del más fuerte el núcleo de nuestros lazos, no es porque el Estado solo se ocupe de la seguridad. Cuando usamos un ascensor o ingerimos alimentos, cuando podemos comprar un libro o vamos a una plaza con nuestros hijos, es porque el Estado intervino, y no solo para reprimir. Cuando necesitamos del sistema de salud, incluso del sistema privado de salud, es porque el Estado lo hace posible. Lo que hace posible que nuestros barrios y comunidades no sean una jungla no son las fuerzas de seguridad.

La dictadura cívico-militar fue impuesta por la fuerza. Aunque contó con el apoyo explícito o silencioso de ciertos sectores, todos tuvieron la opción de negar su adhesión. El macrismo, por su parte, llegó al poder con un puñado de mentiras y encubrimientos, con la promesa de pobreza cero, la vida republicana y la justicia y la prensa independientes. Por más que la falsedad de sus dichos era evidente, por más que la ingenuidad necesaria para creerles era sospechosa, sus votantes tuvieron la opción de darse por desilusionados, de sentirse engañados.

Milei, en cambio, no se impuso por la fuerza ni con mentiras; Milei se mostró violento y expuso su violento programa de gobierno. Aquí no hay engañados, han votado la destructividad y eso se advierte en las consignas expuestas por el presidente electo, por los diversos dirigentes de su partido y por los propios votantes.

¿Quiénes son, entonces, los que decidieron votar la violencia expresa de un violento manifiesto? ¿Cómo son los que son capaces de gozar en el mundo de la crueldad? ¿Por qué buscan el daño colectivo del que apenas unos pocos podrán salir indemnes?

Similares preguntas nos asaltan cuando percibimos la juntura entre humillación y resentimiento que atraviesa al discurso libertario, cuando por todos los medios procuran reducir la vida humana a un número y, a quien piensa diferente, sencillamente arrojarlo al baldío de los desechos o la criminalidad.

¿Quiénes son, pues, aquellos que ríen con fruición cuando la existencia democrática está en juego? ¿Cómo son los sujetos que solo exigen democracia para votar pero no para su resultado? ¿Por qué se burlan de la democracia que no es, ni más ni menos, la condición fundamental de nuestras existencias?

¿Qué es, al cabo, ser libertario?

Es pensar que órganos y niños pueden ser un mercado más, es considerar al adversario como un delincuente, es comparar al homosexual con un piojoso o con un discapacitado, es proponer la venta de armas como algo accesible para cualquiera, es entender que si la construcción de un puente no es rentable para una empresa, en consecuencia, no es deseable socialmente. Es votar a un personaje incapaz de explicar lo que va a hacer y esa incapacidad no es meramente un rasgo de su subjetividad. En efecto, resulta, sobre todo, de que es imposible dar esa explicación porque sus teorías y premisas son nulas, no consienten ninguna realidad con excepción de la destrucción.

Cuando era niño y viajaba en colectivo a la escuela, solía ver en las paredes una leyenda que decía “Prohibido fijar carteles”. En ese momento, yo tenía para mí que “fijar” solo significaba “mirar” (como cuando uno dice “fíjate que hay en la mesa”). Por eso, yo creía que el cartel prohibía mirar los carteles y, con temor a ser detectado, los leía de reojo. ¿Cómo era posible, me pregunté un día, que pusieran un cartel para informar que estaba prohibido mirarlos? Solo pude salir de la contradicción cuando aprendí que el verbo fijar tenía otros significados.

Tal vez la tarea, hoy, tenga una meta similar, conversar con aquellos que, aunque no sepamos quiénes son, cómo son o por qué lo eligieron, sería bueno descubran que es una trágica contradicción votar a alguien porque, creen, no va a hacer lo que prometió.

Sebastián Plut – Doctor en Psicología. Psicoanalista.