Qué buen vasallo, si tuviera buen señor

Cada vez que termino algún trabajo, ya sea alguna crítica literaria, algún comentario sobre lecturas o conferencias, me tomo un tiempo -más corto, más largo- para leer algo que no esté motivado por el compromiso, sino por el placer de la lectura.

Y muchas veces elijo el mundo griego. Y no han sido pocas las ocasiones en que me pregunto qué me seduce tanto de ese espacio cultural en torno a la tradición nacida alrededor del Egeo. La respuesta que me doy, sin saber si es la correcta, es de admiración. Cómo puede ser que un pueblo de pocos habitantes, en esa época, haya podido generar tantas luminarias que marcaron la cultura humana occidental desde entonces hasta hoy. Han producido científicos, poetas, políticos, historiadores, dramaturgos, y un largo etc. Subyugado por ese imán, esta semana, al finalizar un trabajo para una editorial, fui en procura de Heródoto y sus “Nueve libros de la historia”. Allí tropecé con una idea impactante.

brickel

Heródoto es el padre de la historia, es un viajero infatigable, que recogía testimonios de vida, y los volcaba en sus escritos. Había recorrido una parte del mundo de entonces –era de Halicarnaso, hoy costa turca- y llega a Atenas; allí encuentra un “nomos”, esto es, una usanza, unos hábitos de vida, costumbres, instituciones, leyes, y definió la esencia de un pueblo como eso: su “nomos”. Y dijo que el mejor “nomos” es el que asegura el mejor funcionamiento de la justicia, y el mejor pueblo es el que defiende su “nomos” de dos peligros: exterior e interior, el invasor y el tirano. 

Lo curioso es que Atenas no mostraba ningún esplendor; no tenía, todavía, grandes obras para mostrar ni monumentos que pudiesen competir con otras localidades, como en Egipto, que había conocido en sus viajes. Pero tenía un “nomos” potente, el que más se acercaba a la perfección: la democracia, el régimen en donde más se realizaba la justicia. Lugar en donde se realizaba la “isonomía”, la igualdad ante la ley; ese era el mejor lugar para vivir. Principio que él privilegia por sobre el esplendor vistas en otras latitudes, pero bajo el gobierno de alguien, del tirano, que no pondera el valor de la vida como una condición que pone en igualdad a todos los seres. Atenas había tenido tiranos, pero convertida hacia la democracia en el siglo V.

El problema de los tiranos y las autocracias, como en Persia, hacía de los habitantes marionetas, a merced de la voluntad del soberano; la democracia en Atenas, hacía de cada ciudadano un sujeto responsable de sí, de su nación, que delegaba el ejercicio de poder en terceros, y por un tiempo limitado.

Ciertamente aquellas democracias diferían de las actuales, pero existe un principio básico que la hermana y conceptos comunes que las vinculan.

¿Cuál es nuestro “nomos” como sociedad? Tarea compleja de definir en cuatro renglones, pero debemos decir que vivimos en libertad (de movimientos, de expresión, de comercio, de ideas) que nos permite asumirnos como adultos que deciden qué quieren hacer con su vida. Otra propiedad de nuestro “nomos” es la democracia. Muchas veces reducida a la mínima expresión del voto, lamentablemente. La democracia es básicamente igualdad de oportunidades para todos, derechos inajenables, defensa a ultranza de la dignidad de toda persona; igualdad ante la ley. También -en el debe- nuestro “nomos” está alcanzado por la debilidad de las instituciones, por el atropello de quienes detentan la autoridad (recordemos a Lufrano y los trece millones de canal 7; recordemos a Donda y su desprecio por la persona débil, a cuyo servicio trabajaba en su domicilio; recordemos a todos los que se vacunaron sin corresponderle; recordemos la priorización ideológica por sobre la necesidad imperiosa de las vacunas). La justicia, cuando no resuelve en tiempos prudenciales no es justa. Cuando es tiempista, tampoco es justa. Aquello que sorprendió favorablemente a Heródoto en Atenas fue la igualdad de los ciudadanos ante la ley.

Esta semana hemos tenido un desagradable impacto conocido por las fotos de los festejos en Olivos. No tiene sentido reforzar lo que escuchamos abundantemente por todos los medios de difusión. Pero sí, creo, es necesario detenernos en las características de quien gobierna el país, en el ejercicio de la autoridad como presidente.

El tirano, antiguamente, y ahora también, aunque menos, es el que dicta la ley pero no está alcanzado por ella. Es el que se puede autoexcluir de la obligación que impone la ley. Digo que menos porque, teóricamente, es un ciudadano más con responsabilidades delegadas por el pueblo para desempeñar el más importante cargo público: presidente del país. Pero como ciudadano está alcanzado por las mismas leyes que el resto. El problema difícil de explicar para el presidente, es que él se autoexcluyó de cumplir la ley. Es decir, se puso al margen de la ley, como si ésta no pudiera incluirlo como al resto de los ciudadanos.

El tirano se autoexcluía, porque era el dueño, el señor de la ley. En una democracia no es así. El presidente se identificó con la peor parte del “nomos” nacional. El presidente asumió los rasgos de un tirano, de un rey sol, de un monarca absoluto que puede vivir según los privilegios de clase.  Sucede que al vivir en una república y bajo el sistema democrático, la honorabilidad no es solo una distinción ligada al rol de primer magistrado; también es una construcción por la virtud, por la corrección de las conductas, por la mejor expresión del “nomos”. Sin embargo, es un hombre cuyo descrédito avanza junto con el paso de su mandato. Volvió de las opiniones que tenía hacia quien lo ungió como presidente; y no solo volvió, asumió conductas serviles, de alguien que tiene en muy poco su propia estima.

Cómo volverá, no lo sabemos. Tal vez no le interese volver. Tal vez la vara que usa para sí mismo sea una vara sin pretensiones; una vara acomodaticia, de circunstancia, de renunciamiento a la dignidad que todo adulto de bien quiere preservar. Con qué sensibilidad de conciencia una persona puede advertir al pueblo de las consecuencias graves que seguirán a la desobediencia al DNU, si en el mismo día hace una fiesta en su casa.  El significado de la palabra hipócrita está ligado a la actuación, a representar un papel. Típico del género dramático muy vivo en la Grecia clásica. Qué otra cosa es sino un hipócrita, deshonesto, mentiroso.

Ay, ay, ay “qué buen vasallo, si tuviera buen señor”.

Por Patricio Di Nucci  – Licenciado en Teología (UCA) – Licenciado en Letras (UBA)
Publicado originalmente en El Pucará