Puertas adentro, conectando con uno mismo

¿Cuántas veces reíamos diciendo que la tercer guerra mundial seria bacteriológica o un virus que atacaría a toda la humanidad? Lo creíamos tan distante como imposible, salido de una película de Steven Spielberg de los años 80 cuando el fin del mundo se parecería a zombies caminando por la calle comiéndonos los cerebros. Por fin apareció ese virus al que tanto en la cara le reíamos. No nos convierte en zombies, no nos mata en un instante en la calle, actúa tal como actuó siempre un virus gripal. Ataca nuestro organismo, nuestra capacidad pulmonar y se contagia a velocidades sorprendentes.

¿Cuál es la mejor estrategia adoptada por los gobiernos? Quedate en casa, quedate quieto, así de simple. Hace una pausa a la vida, para poder vivirla. No es algo que no se nos haya dicho antes en realidad. Desde hace años los terapeutas observamos como una de las mayores problemáticas prevalentes de demanda de atención los trastornos de ansiedad, estrés, situaciones de violencia y frustración constante en el estilo de vida personal, cuando no social. Lo oímos a diario en el consultorio, lo oímos a diario entre vecinos, amigos y compañeros de trabajo. Y no usábamos estrategias tan diferentes a las que pide hoy el gobierno. Frena, quedate quieto, respira. Pululaban las estrategias venidas de oriente sobre mindfulness, yoga y meditación. Ese mismo oriente que nos enseñaba a frenar hoy envía sin querer un virus que te obliga, que nos obliga, a detenernos.

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Pareciera sin embargo que otra vez nadie escucha. No pasó un solo día de cuarentena en Argentina que llovían las propuestas de clases virtuales de todos tipo; teatro, cine, deporte y una multiplicidad de cosas para hacer con los niños incluidas decenas de tareas escolares. Entonces yo simplemente dije: no entendimos nada: Se trata de frenar, de por fin frenar. Parar con esa vorágine del hacer compulsivo. ¿Qué puede pasar si un día, tan solamente un día, no hago nada? Nada. Miro a mis hijos, juego con ellos, charlo. Está claro que ante la incipiente sensación de trauma, de apocalipsis, aún frenar y disfrutar ese tiempo juntos no es imaginable, pero ojala con el correr de los días lo podamos ir logrando. Hacer nada. Es la mejor invitación que este virus nos trae. Frenar, hacer pausa, conectar con lo que importa, poner en valor aquellas cosas olvidadas, poner por delante a la familia.

El aislamiento social nos pone de frente con todas esas cosas bellas que deseábamos siempre hacer y postergábamos y hoy quedan fuera y lejos de las puertas de nuestras casas. Esos encuentros con amigos que cada vez se hacían mas virtuales y menos reales y ahora añoramos tanto poder encontrarnos.  Esos besos postergados, esos abrazos que tenían tiempo en un futuro.

Este tiempo que vivimos conlleva la tarea de dar vuelta la ecuación que proponía el capitalismo, donde más tiempo se dedicaba al trabajo y menos al ocio y a los vínculos. Puertas adentro nos obliga a poner mas proporción de tiempo a construir, deconstruir y reconstruir los vínculos familiares mientras que el sistema en el que vivíamos nos obligaba a tenernos unos a otros tan solo en momentos de cena familiar.

Se trata de frenar con tantas exigencias de un mundo que resultaba cada vez más competitivo y sobreexigido, donde solo se hacía foco en trabajar mejor, ganar más, vestir mejor, hacer más ejercicio, comer más sano. Ahora trabajaremos lo que podamos, ganaremos lo que podamos, vestiremos lo que tenemos en casa, comeremos lo que hemos podido almacenar, ejercitaremos en la medida de lo posible. El desenfreno a la exigencia de todas las áreas de la vida pudiendo ponderar el disfrute de lo simple, de lo cotidiano.

Se arma al final un mundo puertas adentro, una película de terror que nos obliga a conectarnos, pero no con las miles de películas y propuestas de pantallas, nos conecta con cada uno, con los miedos, con las esperanzas, con la fortaleza para llevar adelante lo inesperado. Nos conecta con las pasiones personales siempre dejadas en segundo plano y que ahora tienen tiempo y espacio para poder ser. 

Por Marcia Rosin – Psicologa – marciajrosin@gmail.com

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