Por Sebastián Plut *
01. No podemos vivir sin buscar el sentido de la existencia, aunque es muy posible que en ese camino de averiguación se oculte el verdadero proceso, esto es, que aquel sentido, en realidad, debemos crearlo. Por momentos, tal vez, nos ilusionemos con efímeras coherencias; quizá porque nos alivia la imagen geométrica de la recta. Pero lo cierto es que ni la vida, ni sus posibles sentidos, se realizan sin contradicciones.
Hace unos días leí un maravilloso chiste de Tute en el que un hombre recostado en el diván dice: “Tengo olvidos imborrables”. Desconozco si es por lecturas o por experiencia como paciente, pero está claro que el autor del chiste tiene una aguda comprensión del psicoanálisis o, mejor aún, de lo que el psicoanálisis ha dilucidado y ofrecido para comprender las aporías humanas.
En la conciencia de la propia muerte, del inevitable desenlace singular, se reúnen angustias y preguntas, y mientras batallamos ilusoria e infructuosamente contra ese destino, perdemos la conciencia de nuestra compulsión mortífera para acelerar su consumación. Fallido propósito resulta si la mentada lucha por la vida toma por objeto aquel destino inevitable, mientras desestima las decisiones que se juegan en la referida compulsión.
02. El positivismo médico, desde el siglo XIX, se arrogó su propia sociología cuando propuso pensar a la sociedad como un organismo. Posiblemente, esta figura contenga algún grado de validez, siempre y cuando tengamos presente los rasgos que razonablemente la objetan. Uno de ellos, es la pretensión de su unicidad, esto es, pensar la sociedad solamente desde ese punto de vista. Otro rasgo que la refuta deriva de la multitud de prejuicios que el positivismo intentó justificar, por ejemplo, que los conflictos sociales son equivalentes a una enfermedad y que determinados grupos de sujetos son sucedáneos de los virus.
Del mismo modo podemos pensarnos los humanos, quienes -hasta donde yo sé- tenemos (o somos) un organismo, pero claramente no somos únicamente un organismo, al tiempo que muchas cosas que nos pasan, entre ellas los sufrimientos, no son ni virus ni enfermedades.
Tampoco escapa a estas ecuaciones el mundo de las instituciones, y casi huelga la demostración si recordamos que con frecuencia hablamos de organismos, sobre todo cuando se trata del ámbito público. En efecto, usamos el término organismo si hablamos de ministerios, de la ONU o de tantos otros institutos estatales. No es por azar, de hecho, que organismo y organización comparten su etimología. También se aplica en ocasiones para referirse a la cualidad de ciertos miembros cuando, por ejemplo, si dice de alguien que es orgánico. Por su parte, aunque no es habitual la utilización del significante en el sector privado, lo cierto es que el término corporación no se aleja demasiado.
03. Desde luego, es factible decir que cada quien es dueño de su cuerpo, pero esta expresión no constituye un juicio absoluto. En efecto, si abonamos un calendario de vacunación obligatoria, si el Estado legisla sobre la interrupción de los embarazos, si debe garantizar la alimentación y la salud, etc., es porque hemos acordado que cada organismo individual es -también- un bien público. El Estado, para decirlo en forma sintética, cumple dos funciones esenciales, la protección y la prohibición. Entre estas, entendemos que la segunda solo se justifica si la meta protectora se realiza adecuadamente. ¿De qué serviría un Estado que reprima al sujeto que infringe la ley, si ese sujeto ya está excluido de la ley en su sentido protector? Sin embargo, sabemos que el gobierno libertario aspira a un Estado cuyas únicas funciones sean las policiales y judiciales.
En este desolador presente, pues, somos testigos de una verborragia libertaria que se propone dos objetivos: reducirnos a un puro organismo (sin emociones, sin cultura, sin vínculos) y exacerbar el individualismo, es decir, que cada organismo sea apenas un bien privado. Ambas premisas se verifican en el excluyente modelo con el que Milei piensa la sociedad: “ofrecer un mejor producto a un mejor precio”. En este empobrecido sintagma se cifra y resume todo lo que el presidente comprende como sociedad. Esta doble hipótesis continúa con su consecuencia (que, en rigor, es también un objetivo del gobierno): destruir los organismos públicos, sean instituciones, sean cuerpos.
04. La cruel motosierra, entonces, busca reducir la cantidad de organismos (INADI, Télam, ministerios, etc.), la cantidad de empleados públicos, los salarios de estos aunque también de los trabajadores del sector privado, y ha eliminado numerosos programas y políticas públicas asistenciales. Dicho de otro modo, hambre y enfermedad no son una contingencia sino un propósito, y su evidencia confirma el conjunto de hipótesis: reducirnos a puros organismos, aislados y progresivamente degradados.
El intento de asesinato a Cristina Fernández de Kirchner integra este panorama, del mismo modo que la persistente y brutal represión a los jubilados, las intensas y constantes agresiones verbales de funcionarios y votantes libertarios, así como las obscenidades frecuentes con las que Milei describe a cualquier opositor o crítico de su gobierno, o las elogiosas referencias de Agustín Laje a los policías y gendarmes que disparan sobre la población.
05. En una conferencia reciente, con una elocuente frase, Bifo Berardi afirmó que “Milei es la anfetamina de un organismo deprimido”. El filósofo, como vemos, recupera la metáfora biológica aunque, y esto corre por mi cuenta, me animo a pensar que no es solo una metáfora. Efectivamente, como quedó expuesto, Milei apenas percibe organismos, y si tomamos sus propias palabras cuando describe lo poco que duerme y su desinterés por la comida, parece proyectar sobre el pueblo la sombra de la indiferencia con su organismo propio.
Sé que hay quienes consideran que muchos lo votaron porque les despertó alguna esperanza luego de tantos políticos decepcionantes. Por mi parte, no lo veo así. Creo, más bien, que en gran medida el votante de Milei es un sujeto desesperanzado, que eligió a un destructor, a un candidato que no le ofrecía ninguna expectativa ante la vivencia de no tener ya más nada que perder.
Por ello, si hace tiempo consideré que la política consiste en la denegación de la violencia subyacente y que la economía debe lidiar contra procesos agónicos siempre acechantes, hoy, pues, ambas dimensiones se han vuelto urgentes: frenar la violencia y la agonía. Solo así podremos cuidar nuestros cuerpos, impedir que nos dejen aislados y construir cada día nuevos sentidos.
En síntesis: no es necesario desmentir la finitud de la vida; al contrario, únicamente si admitimos ese destino común es que podremos oponernos a que nos arrojen hacia él precipitadamente.
*Sebastián Plut – Doctor en Psicología. Psicoanalista.