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Ojos que no ven

Por Sebastián Plut *

El resultado que podemos obtener si calculamos la relación entre frecuencia de observación, reflexión y opinión, es impredecible. Aún así, ignorando la cifra de ese cálculo, intuyo que la tasa de opinión se encuentra mucho más alta que las dos restantes. Si acaso esta impresión resulta válida, el corolario inmediato es (debería ser) incluirse uno mismo bajo ese sayo y asumir, entonces, que ponemos en palabras una serie de supuestos antes de observar y reflexionar. La respuesta cliché a este reclamo también aparece rápidamente: el derecho a expresarse y ya. Sin embargo, si donde existe una necesidad, nace de un derecho, ¿qué necesidad se satisface en el mentado derecho? En todo caso advertimos que de la necesidad de expresarse se desarrolla solo un derecho vacío si aquella no incluye la necesidad de observar y reflexionar.

¿Cuántos destinos e interpretaciones recibió el refrán ojos que no ven, corazón que no siente? Pese a que dicha frase se figura como un sosiego, un refugio ante el dolor, que no se nos pase por alto que los ojos que no ven solo destilan desinterés y negación, al tiempo que un corazón que no siente resulta la consagración de la insensibilidad.

¿Será, entonces, que nos empeñamos tanto en ser vistos sin ver que, finalmente, solo defendimos el derecho a alucinar, a hipnotizarnos con nuestras propias emisiones sonoras e imágenes mentales?

El precio que el lazo social paga por ello es notorio aunque, para seguir el significante, curiosamente no salta a la vista. El circuito es severo, de un daño sostenido y progresivo, pues no se satisface, como suele decirse, en la cultura de la imagen. En efecto, aspirar a ser mirados conduce a un pegoteo con los ojos ajenos, hasta que la escena cambia de signo: ya no promovemos la mirada del otro, sino que quedamos apresados en sus ojos, y ya no hay resquicio de placer, pues el terror nos paralizó.

Digresión 1: Como escena paradigmática de terror, Freud da el ejemplo del animalito hipnotizado por la serpiente, hipnosis que paradójicamente supone, a su vez, la idealización de aquel que lo habrá de devorar. Sobre esto, Maldavsky apunta: “él ofrenda un cuerpo para el goce de unos ojos que se han apoderado de su vida pulsional”.

Digresión 2: Recordemos el ominoso relato “El Hombre de la Arena”, de Hoffmann, cuando Nathaniel se enamora de Olimpia, aquella bella pero silenciosa e inmóvil muchacha. Inicialmente, lo que el joven no advierte es que Olimpia es un autómata, al que su padre le colocó el mecanismo de relojería y el óptico le puso unos ojos.

Con frecuencia acusamos a los políticos, ajenos y propios. Decimos, pues, que ellos están lejos de la gente, que se ocupan de internas que nada importan a los demás y que no guardan relación con los problemas, nuevamente, de la gente. Ocupados del palacio, pues, habría una brecha cada vez más grande entre la política y la realidad.

Hay, desde luego, algo de cierto en esta descripción, aunque para ser consecuentes con los párrafos previos, bien vale o, mejor, se impone, una pregunta: ¿la gente no está también alejada de la política?

Por caso, en las internas que se juegan estos días, de cara a las PASO, muy posiblemente intervengan intereses personales, egos singulares, individualismos de toda laya. Sin embargo, ¿podemos afirmar que nada de esos movimientos poseen nexos con la realidad? ¿Son solo unos ojos que no ven o, más bien, son un conjunto de escenas y hechos que exigirían, de nuestra parte, algo más que opinar?

La política está alejada de la gente y la gente está alejada de la política, aunque no se trata de hacer un cálculo aristotélico acerca de las causas primeras, o, lo que es lo mismo, enredarnos en averiguar si es primero el huevo o la gallina. Si hay distancia, los alejados son dos.

Jujuy. La reciente pueblada en la provincia norteña nos impacta por justa, necesaria y conmovedora. Con la misma intensidad, nos duele la criminalidad de la represión sufrida por los manifestantes.

Dicho esto, no puedo evitar prestar atención a dos asuntos. Por un lado, que, en cierta medida, los jujeños llegaron a esta situación de precariedad y desamparo por no haber defendido a Milagro Sala, por haberse colocado en la posición de unos ojos que no ven lo que pasa desde comienzos del año 2016. Por otro lado, que resulta inquietante que tantos manifestantes se vean en la necesidad de aclarar que no están haciendo política, que no pertenecen a ninguna organización y que no están allí por cuestiones ideológicas.

Una lección final. Recientemente leí sobre un tabú de los guayakíes (Pierre Clastres, “El arco y el cesto”): el cazador no puede comer los animales que él mismo ha matado. Esto solo quiere decir que cada quien caza para otros y de esos otros recibirá el alimento. La prohibición que rige entre ellos determina, entonces, cuánto importa el otro, cuánto dependemos del otro, y que la comunidad no se dispersará.

* Sebastián Plut – Doctor en Psicología. Psicoanalista.

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