Mile(i)narismo

Por Sebastián Plut *

Si el milenarismo conjuga aspiraciones salvacionistas con las vivencias de fin de mundo, no muy lejos se encuentran las diatribas que Javier Milei lanza cada día. De esa bruma participan sus votantes y en ese clima convivimos desde hace tiempo y, con mayor intensidad, desde los resultados de las últimas PASO.

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Saludablemente, sea por horror, pesimismo o por desconcierto, muchos nos pusimos a reflexionar, a tratar de entender este caos, y aunque no sabemos si servirá para modificar el curso de los hechos, que al menos nos rescate de la parálisis.

Nos preguntamos cómo llegamos a este desenlace (que Milei haya sido el más votado); tratamos de analizar sus características ideológicas y subjetivas; reflexionamos sobre la composición de sus votantes; y por último, anticipamos cómo sería el futuro en caso de que llegue a ganar las próximas elecciones.

Abro un paréntesis: a) hablaré de Milei, aunque no creo que sea muy diferente de Patricia Bullrich; b) propongo, entonces, que el hecho de haber quedado abrumados por la cantidad de votos que obtuvo Milei no funcione como un purgatorio para Bullrich, que no sea un lavado de cara para ella.

Sigo entonces con el texto y comienzo con una primera afirmación: hablar del “voto bronca” no explica absolutamente nada.

Si un 30% votó a Milei eso quiere decir que su composición es heterogénea en cuanto a clase social, ideología, edad, género, etc. Ahora bien, si esto puede hacernos respirar con alivio, ya que no estaríamos ante un ejército de fascistas, la pregunta no deja de ser inquietante: ¿Por qué lo votaron? ¿Qué es lo que votaron? Si alguien que no es de ultraderecha vota a un candidato que es de ultraderecha, ¿qué significa eso?

Pues bien, aunque aquí es donde muchos argumentan el remanido “voto bronca”, yo propongo que esa respuesta es, sin más, perezosa. De hecho, debemos comprender algo más amplio: el porcentaje total de votos que obtuvo la ultraderecha (Milei/Bullrich) y sumarle la inédita cifra de ausentismo. Intuimos, más bien, la presencia de una cierta disociación: votan a un candidato cuya ideología no los representa. Incluso, si algo de la bronca acaso intervino en esa decisión, ¿por qué sus votantes no advierten que el destino de su elección es autodestructivo? Si me frustra que salga poca agua de la canilla, menuda solución será mudarme al desierto.

La misma pereza actúa si solo suponemos que el (esperemos) provisorio éxito de Milei es consecuencia del fracaso del actual gobierno de Alberto Fernández. Este argumento es cortoplacista pues solo considera los últimos 4 años y, más aun, considera que lo que pasó estos últimos 4 años solo dependió del Frente de Todos. En todo caso, los desaciertos y defecciones del gobierno de Alberto Fernández solo explicarían la pérdida de votos de Unión por la Patria. De hecho, si solo hacemos foco allí, perderíamos de vista que el avance de la ultraderecha es un fenómeno que se da en muchos otros países (España, Suecia, Italia, etc.).

Algo más sobre el voto bronca: esta hipótesis parece evocar el refrán que dice “el que se quemó con leche, ve una vaca y llora”. Todos decimos este refrán con naturalidad, pero si quemarse con leche es el trauma, prestemos atención a su consecuencia: llorar ante una vaca, lo cual no tiene ninguna relación con un vaso de leche caliente. Es decir, el trauma nos lleva a respuestas, percepciones y conductas que nos hacen creer que algo es lo que no es. El trauma modifica nuestros recuerdos, nos despierta ciertas emociones y nos hace perder de vista las diferencias.

Un arduo examen, que no podremos hacer aquí, deberá incluir un conjunto de variables complejas si es que efectivamente deseamos comprender cómo llegamos hasta aquí: 1) la historia reciente de traumas sociales (la dictadura, la hiperinflación, el menemismo, que incluye un fuerte cambio cultural y un altísimo nivel de desempleo, el corralito de la Alianza y el endeudamiento generado por el Macrismo). Cuando digo que fueron traumas sociales me refiero a que son sucesos de nuestra historia que no solo tuvieron efectos inmediatos y observables, sino también de largo plazo y menos visibles; 2) cómo intervinieron los cambios tecnológicos, la llamada revolución digital, en nuestras vidas, en el mundo laboral, etc. Una de las cuestiones que yo planteo sobre esto es que la tecnología, por decirlo de un modo amigable, solo nos resuelve problemas, y no nos plantea desafíos. Todo podemos hacerlo con menos esfuerzo. Desde luego esto tiene una parte positiva, es una ayuda para muchísimas cosas, pero me pregunto si no es un factor que hace a nuestro cansancio, a nuestra pereza, a que no queramos hacer esfuerzos. Ni que hablar, en este sentido, de lo que se anuncia respecto de la inteligencia artificial.

Un puñado de hipótesis

Lo que expondré a continuación es una parcialidad, esto es, no pretendo abarcar el conjunto de factores ni supongo que mis hipótesis tengan mayor o menor jerarquía explicativa que otras. Es, insisto, un aporte fragmentario.

Dicho esto, sostengo que el estado de situación descripto más arriba (47% de votos a la ultraderecha + alto nivel de ausentismo) es expresión de dos procesos subjetivos: la desinvestidura de la realidad y los destinos de la pulsión de destrucción.

1. Desinvestidura de la realidad

Freud decía que la salud tiene algo de la neurosis y algo de la psicosis: como en la neurosis, no se niega la realidad y, como en la psicosis, se intenta transformarla. Hoy parece que hemos invertido esa ecuación y estamos en una situación en que vemos cómo se niega la realidad y cómo hemos desistido de transformarla.

Desde luego, la desinvestidura de la realidad (no reconocerla y abandonar los impulsos de transformación) tiene raíces diversas, entre las cuales me centraré en dos de ellas:

1.1. El trabajo.

Freud decía que el trabajo liga fuertemente al sujeto a la realidad. En consecuencia, si al creciente número de pobreza y desocupación, añadimos la brutal pérdida de poder adquisitivo, esa ligazón se ha perdido o, cuanto menos, ha quedado gravemente debilitada. El trabajo deja así de ser un lugar de realización personal y de sostén vital, pues si uno no trabaja se muere de hambre, pero si trabaja también. Hay millones de personas que tienen trabajo y no llegan a fin de mes, de modo que lo que históricamente fue un organizador social por excelencia, hoy ya no es la base de las expectativas individuales, familiares y colectivas.

Se dice, además, que el peronismo perdió su hegemonía en la clase trabajadora. Sin embargo, el problema es más complejo ya que el trabajo no solo dejó de ser la fuente de sustento, sino que dejó de ser el terreno de disputa política por excelencia. Dejó de ser el territorio donde con mayor fuerza se disputa el antagonismo entre capital y trabajo, entre control y resistencia. Si uno repasa las principales disputas culturales actuales, todas muy valiosas, la mayoría no tiene relación estrecha con el trabajo. Dicho sea de paso, cuando se habla de la salud, se suele poner el acento en el estado de los hospitales, por ejemplo. Sin embargo, habría que incluir en ese examen el deterioro que han tenido tantas obras sociales que eran maravillosas hasta hace unos años e, incluso, en qué se transformaron las prácticas de la salud en manos de la medicina prepaga.

1.2. Inoculación de odio, mentiras y banalización.

Dicha inoculación fue horadando la subjetividad y también resulta una causal de la desinvestidura de la realidad, que no está muy lejos de la disociación a la que aludí antes, cuando hablé de la brecha entre los votantes y lo que votan.

Si como dijo Freud, la cultura exige sofocar la agresividad, ¿qué ocurre cuando en lugar de sofocarla se la legitima? Evidentemente, eso daña severamente todo lo que podamos incluir dentro de la cultura, sobre todo los vínculos, la solidaridad y la ternura. De todos modos, en el apartado siguiente retomaremos el problema de la destructividad.

Agreguemos el discurso falso: cuando el sujeto cree lo que no es, cree en una mentira, luego, cuando descubre que creyó en lo que no debía, puede sobrevenir una decepción, y en consecuencia sentir que ya no podrá creer en nada más, y allí está la llamada sociedad del cansancio o la desvitalización.

Otra alternativa, que combina las mentiras con el odio, es que cuando el sujeto descubre que creyó lo inverosímil, en lo que nunca debió creer, cuando la falsedad amenaza con revelarse, en lugar de cuestionar al mentiroso puede despertarse en él una furia (incluso por la vergüenza que provoca) como un intento de restituir la creencia en lo falso. El negacionismo, de hecho, no consiste solamente en justificar los delitos de lesa humanidad, sino que además se esfuerza por decir “esto no existió”.

Por último, se suma la banalización, es decir, la expresión o adhesión a discursos que no son genuinos, que nos representan ni a quien los profiere ni a quien los incorpora.

En suma, los discursos que desconocen la verdad, que no expresan la subjetividad de los interlocutores y la hostilidad sin freno, son vías regias para que la realidad ya no tenga significatividad.

2. Destinos de la pulsión de destrucción

Freud sostuvo que el masoquismo es un enigma. Si alguien descarga su hostilidad sobre otro, es un hecho sencillo de observar. Sin embargo, el asunto se vuelve más espinoso cuando esa hostilidad es vuelta hacia adentro, cuando se dirige contra uno mismo. El odio inoculado, al cual aludí previamente, no concluye en gritos e insultos sobre otras personas, sino que finalmente, por la dinámica inherente al psiquismo, retorna sobre el propio sujeto. Cuando decimos masoquismo, entonces, nos referimos a este último destino, consistente en que el displacer deja de ser una advertencia y se constituye en meta. Citemos a Freud: “El padecer como tal es lo que importa… el verdadero masoquista ofrece su mejilla toda vez que se presenta la oportunidad de recibir una bofetada”.

Una referencia psicogenética: un niño pequeño, desde su silla de comer, arroja la cuchara al piso y luego su madre se la levanta y se la entrega. Al instante, el niño vuelve a hacer lo mismo y se reitera el gesto de su madre. Esta operación se repite hasta que la madre decide ya no darle la cuchara. En ese momento, el niño se arroja él mismo, cual si fuera la cuchara. En ese momento ha operado el masoquismo, es decir, que un impulso se satisfaga sí o sí, aunque sea a costa de uno mismo.

Si, ahora, repasamos la retórica de las campañas y los spots de propaganda, hay un elemento que se destaca en diferentes candidatos, más allá del contenido de sus propuestas. Si prestamos atención a la posición que asumen sobre todo Milei y Bullrich, ante los problemas que exponen, es la posición de quien puede resolverlos. Esta posición de potencia (supongamos de coraje y de decisión) sobresale con independencia de si los problemas que describen son reales o imaginarios y, con mayor independencia aun, de si las soluciones que proponen son buenas o malas, eficaces o un completo fracaso, factibles o inverosímiles.

Eso es lo que han vendido, la imagen de que van a poder hacer lo que se proponen, sin que a sus votantes les importe lo que proponen, pues parece que solo valoran que van a poder.

Quienes, por ejemplo, confiaron en Macri hoy no le cuestionan el endeudamiento atroz, la persecución política que se realizó durante su gobierno, ni le critican la mafiosa complicidad con la justicia y los medios, entre tantos otros hechos y decisiones de enorme gravedad. Nada de eso. Solo le critican sus presuntos “errores”, es decir, que supuestamente no pudo hacer lo que tenía que hacer.

No en vano el lema que mejor describe al neoliberalismo, a la hegemonía del mercado, es “sálvese quien pueda”, del cual, ahora, subrayamos el verbo poder. Si esto es lo que se vota, pues, entendamos de qué se trata: hay una significativa cantidad de ciudadanos que buscan que alguien pueda y que ese alguien se salve porque puede, aunque eso suponga que la mayoría nos hundamos. Dicho sea de paso, vale recordar la frase “Sí, se puede”, de la cual se apropió el Macrismo. Posiblemente debamos estudiar más profundamente el poder como verbo, ya que en tanto sustantivo la biblioteca es extensa.

Por lo pronto, sostengo que en este voto hay una posición masoquista, entendida como el acto de ofrecerse para que otro alcance su satisfacción, a costa del primero.

Agreguemos algo más, al menos si seguimos la orientación freudiana: si un sujeto vota orientado por la autodestructividad, debemos conjeturar que ese sujeto se guía por una necesidad de castigo. Y he aquí uno de los hallazgos freudianos: la sofocación de la propia agresividad, paradójicamente, que incluye el goce masoquista, no pacifica al sujeto, sino que lo conduce a un autocastigo interminable.

En suma, si el candidato que gane las elecciones resulta de que sus votantes han desinvestido la realidad, quedan disociados de la ideología de su líder, y se suman a la catarsis de odio, mentiras y banalización, todo ello nos conducirá a un desenlace impredecible pero de consecuencias más que dañinas para toda la sociedad. Como dijimos al comienzo, el mile(i)narismo, como toda promesa de salvación nunca deja de tener como telón de fondo y destino la vivencia de fin de mundo.

* Sebastián Plut – Doctor en Psicología. Psicoanalista.