La necesidad del consenso

Para cualquier persona con intereses por los destinos de su país, el conocimiento de su historia se hace necesario. Y la propensión a juzgar cómo estaba el país en el mismo año del siglo anterior es una curiosidad suplementaria. En 1921 Argentina transitaba el último tercio del primer gobierno popular elegido por voto secreto y universal de Hipólito Yrigoyen. No hacía tanto (enero de 1919) había estallado la semana trágica en los talleres Vasena y en los años siguientes la rebelión en la Patagonia con represión y muertos. A la vez el país era un destino apetecible de europeos que buscaban la posibilidad de construirse un futuro floreciente.

De mis cuatro abuelos, el que me dio el apellido fue uno de esos inmigrantes que en 1904 llegó, niño-adolescente, a los 17 años con hambre de progresar. No trajo más que un atado de ropa, sin hablar la lengua y con todo por aprender. A penas lo conocí; pero mi abuela, que lo sobrevivió casi 30 años, me contó muchas de las características de ese hombre al que sigo admirando. Hasta el año 1918, que se casó, trabajó todos los días. Efectivamente progresó, y mucho. Le dio a mi padre la posibilidad de estudiar en Estados Unidos en el año 1947, pagándole sus estudios. Otra cosa que me contó mi abuela fue que, en un viaje a los Abruzzos, su tierra y la del gran poeta Ovidio, ya casado y con sus tres hijos pequeños, le pedía que hiciera de traductora para no hablar el italiano de origen porque no quería contaminar nuevamente su español adquirido de adulto. Tal era la mímesis que sentía por su patria de adopción y el agradecimiento hacia la sociedad que le había permitido desarrollarse económicamente y formar una familia.

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Después fue reduciéndose la inmigración europea con algunos renovados picos luego de la segunda guerra. La corriente inmigratoria no cesó; continuó con personas de países vecinos que buscaban lo mismo que los europeos de entonces: progresar; y la Argentina les daba esa posibilidad. Y todos ellos hicieron que nos desarrolláramos y tuviéramos el indicador de calidad de vida más alto del continente.

No soy pesimista respecto a nuestro futuro. Creo que no generamos líderes que propongan caminos de desarrollo y nos permitan potenciar los proyectos, que los hay, y muchos, en jóvenes que emigran y triunfan. Sencillamente porque la organización social del destino elegido les posibilita ese desarrollo.

Los líderes no son solo los políticos; también son los sindicalistas, organizaciones intermedias, clubes, aunque a mayor responsabilidad de gobierno, mayores implicancias en la vida pública. Cómo puede ser que los líderes políticos no se hablen entre sí. La gravedad de la hora exige todo tipo de renunciamiento y poner ideas, coincidencias, renunciamientos y todo lo necesario para encontrar caminos de futuro.

Estos días se presentó un proyecto en Diputados –que pasó a comisiones- para estatizar las autopistas de ingreso a la ciudad de Buenos Aires. Todo hace pensar que el problema es la tecnología aplicada al pago de peajes automático que dispensará la presencia de personas que cobran. El mensaje sería: detengamos el progreso por nuestra incapacidad para adaptarnos a él. En 1979 vi, en Canadá, el pago automático del peaje, sin intervención de humanos. No es un líder conveniente el que hace primar el bien de la parte sobre el bien del todo. ¿Cuánto tiempo insumirá la necesidad de socorrer, vía subsidio, el faltante de ingresos para pagar sueldos en unas autopistas que, ya sabemos, se deteriorarán?

Falta de sensatez que pasará factura y acrecentará el deterioro en la calidad de vida.

En la novela “Los Miserables”, Víctor Hugo, el más importante romántico francés, plantea una tensión entre dos personajes que encarnan posiciones encontradas y excluyentes: Jean Valjean y Javert. El primero es un converso por el testimonio de vida de un obispo, y el recorrido posterior es el de una vida de virtud. En su nueva vida se llamará sr. Madelaine, con las connotaciones que significa ese nombre en los Evangelios. Javert es un policía que dedicará su vida a buscar al delincuente del pasado, por una deuda no cumplida ante la justicia. Valjean-Madelaine transforma su vida y la de los que lo rodean; realmente recorre un camino nuevo. Javert es un apegado a la ley sin capacidad para comprender la plasticidad que debe tener para ser justa. La conclusión es que mientras uno encuentra la libertad y la virtud por su transformación, el otro se esclaviza en la rigidez de sus consignas.

Al ver a los políticos del país -se exacerbará en la campaña- tengo un sentimiento similar al que tengo frente a los personajes de la novela. Quieren presentar como virtud la inflexibilidad de las posiciones frente al otro, cuando lo que realmente expresan es una rigidez que los incapacita para lo más importante: buscar el acuerdo común para una sociedad exhausta de discordias, disensos y resentimientos. Intereses menores para la mayoría de la gente, o, peor aún, intereses personales que dilatan un acuerdo que nos ponga en la senda de un futuro con certezas consensuadas  y elementales para el bien de todos.

En mi caso personal no pierdo las esperanzas de que ingrese gente nueva a la política (y a los sindicatos) con espíritu conciliador que busque esos consensos, y se jubilen los que producen enfrentamientos que construyen deterioro social, decadencia y desaliento. No pierdo la esperanza, a veces, sí, la paciencia.

Por Patricio Di Nucci  – Licenciado en Teología (UCA) – Licenciado en Letras (UBA)
Publicado originalmente en El Pucará