La geometría tiene la virtud de regalarnos bonitas figuras. La cultura árabe, ante la imposibilidad de hacer representaciones humanas, desarrolló una sofisticada red de dibujos que convirtieron a éstos en una nota propia de ese universo que nos ha llegado en forma de arabescos y otros juegos de líneas. Dentro del mundo geométrico hay una figura que la concibo cargada de valor simbólico. Esa figura es la tangente.
Tangente proviene de una voz latina “tangere” que significa tocar. Salen al encuentro la curva y la recta y se cruzan en un punto. Kierkegaard, padre del existencialismo, sin apelar a la figura de la tangente, nos dice que el instante es el lugar de encuentro entre el tiempo y la eternidad. El instante no distingue entre el tiempo y la eternidad, pertenece a ambos. Y ese punto de encuentro se convierte en principio de otro orden, se ofrece con la dimensión temporal y sobrenatural. La tangente pasa y roza, se confunde en la unidad, apenas comparte, y a la vez comparte el todo; en ese punto, en ese instante, la fusión de la unidad, la intensidad de no ser ya dos sino uno. Ese punto es uno, es único y densísimo en su existencia, como ninguna, como no hay otra densidad de existencia similar.
En una magnífica leyenda aragonesa, “Los amantes de Teruel”, se nos cuenta una historia muy rica en significado que está en las antípodas del encuentro, o en su desintegración. Un hombre pobre se enamora de una mujer de origen social más elevado. Ese amor es correspondido. El hombre parte para hacer dinero con la promesa de que lo esperaría. Al cabo de cinco años y no dar señales de vida se casa con otro bajo la presión del padre. La noche de la boda llega Juan a la alcoba de Isabel que está con su marido. Él (Juan) le dice: “bésame, que me muero”, a lo que Isabel se niega por fidelidad a su esposo. Ante la negativa de Isabel, Juan muere. Atormentada por esa muerte Isabel concurre a la iglesia adonde está el cadáver de Juan y ante todo el mundo lo besa y cae muerta. Juan murió por no recibir el beso solicitado, Isabel por dar el beso tardíamente. Él muere por no encontrarla, ella muere por el encuentro. En Teruel, en la iglesia de San Pedro, están los sarcófagos ornamentados con sendas esculturas, uno junto a otro, con las manos extendidas, sin tocarse, como prolongación de un desencuentro eterno. No fueron uno. Continuaron siendo dos.
Pero en la moral de la tangente, en ese “ahí viene, ahí viene” encontramos el “ya se va, ya se va”. La tangente es infiel, roza, fusiona, entusiasma, enamora, pero parte. Esa vertiginosidad de llegada de esos lejanos lejos, de las ultranzas remotas, la disparan hacia otras ultranzas, hacia otras infinitudes, hacia otros destinos. Ese amor confesado, esa materialización por la identificación en la comunión intensa en el mismo ser, se labiliza, se diluye en un difuso seguir otro rumbo. La tangente entrega su ser, pero lo reclama sin dejar más que el recuerdo del instante compartido. La comunión deviene recuerdo. En la trayectoria de la tangente no existe más que el encuentro fugaz del instante; la expectativa del “ahí viene, ahí viene”, promesa de fusión, es despedida y partida en el “ya se va, ya se va”.
La moral de la tangente está determinada por la fugacidad, por la ensoñación de la entrega, de la promesa esperanzadora y del adiós. El instante deviene secuencialidad, desilusión, frustración y, si es posible, olvido, como sanación. En cambio, el amor reclama estabilidad, permanencia; la felicidad no se concibe como transitoria; reclama el estatus de ciudadanía plena. En “La Divina Comedia” Dante sitúa en el tiempo el infierno y el purgatorio, pero el paraíso es un instante, es el acto puro, es la permanencia indefinida en la comunión. La moral de la tangente la encarna el don Juan. El personaje consagrado por Tirso de Molina no se interesa por el amor; su motivación es ir al encuentro, la conquista, la seducción. Una vez cumplida la misión conquistadora se retira en procura de otra y otra y otra, en una fuga constante tras la posesión de un espejismo irreal. Así como el objetivo del don Juan es toque y fuga, el desencanto y la frustración resultan del rechazo y la consecuente insatisfacción del ego.
El populismo se define por varias características, pero una muy importante es la suspensión de las instituciones; el líder prescinde de ellas porque su relación es directa con su pueblo. El líder populista cautiva, enamora, construye vínculos no por ideas sino por fidelidades, por creencias. Su imagen, su voz, producen adhesiones a su persona, no a sus ideas que pueden cambiar si lo requieren las circunstancias. La fidelidad es personal. Aún los errores encuentran justificación y comprensión por parte de su pueblo. El líder populista puede poner personeros, delegados, pero no tolera jamás el desafío a su autoridad aunque provenga de ideas superadoras. En el imaginario, el líder es el único que comprende las necesidades del pueblo, al que además le da respuestas.
El populismo necesita ideales motivadores, símbolos convocantes, identificadores; el populismo se enarbola en las características románticas que movilizan afectos; se vincula con lo primario del hombre postergando la discrecionalidad necesaria en cualquier sociedad organizada. Se vive intensamente el aquí, el ahora, el instante. El futuro se desatiende porque la conquista del pueblo lo demanda.
También necesita dinero.
El dinero goza de la capacidad de la inmediatez. Da respuestas ya. Una vez instalada la carga simbólica, el dinero es el vehículo de respuesta del líder. El líder provee, el líder atiende las necesidades del pueblo. El dinero está para ser repartido, ahora, porque la impaciencia es el rasgo dominante en la personalidad de don Juan y del líder populista. El futuro no tiene lugar en la consideración populista. El instante del ahora lo devora todo.
El 14 de noviembre es el punto de encuentro entre la tangente y la curva. Hacia allí vamos, presurosos, despreocupados por el después. Como un don Juan, quienes administran lo público reparten, regalan para seducir, para vivir ese punto de encuentro, ese instante de comunión plena, esa entrega como conquista y, luego, como la tangente: ya se va, ya se va. ¿Después? No hay después; no importa otro tema que el 14 de noviembre. Seguramente pocos argentinos han leído a P. Rosanvallon, teórico del populismo, pero viven en carne propia las desventuras de un gobierno que apelando a valores simbólicos miente, que empobrece, que prohíbe y que, otra vez, se justifica de sus errores buscando responsables afuera. No es necesario haber leído a Platón para saber de qué se trata el amor, alcanza con haber amado. El hombre común no sabrá, no tiene porqué, definir ni describir el populismo pero sabe qué es lo mejor para él, su familia y la sociedad en general. El líder populista, más temprano que tarde cae, como las estatuas con pie de barro, pero, en el mientras tanto, cuánto mal han hecho.
Por Patricio Di Nucci – Licenciado en Teología (UCA) – Licenciado en Letras (UBA)
Publicado originalmente en El Pucará