La ignorancia artificial

Por Sebastián Plut *

La nostalgia es un afligido y agradable perfume. Su pronta fuga, sin embargo, es la señal de su origen, pues enuncia que aquello que debió suceder, no sucedió. Esa ausencia en el pasado, posiblemente, se reforzó con la presencia de lo que nunca debió acontecer.

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Nuestra historia, pues, es una inquietante y tenaz invitación a producir nostalgias, por los cuidados que faltaron y las violencias que sobraron. Y así, crecientemente, nos acostumbramos a creer que ocurría lo que no ocurría y que no pasaba lo que sí estaba pasando.

Ahora, dramáticamente, padecemos por ignorar la ignorancia, a la que desechamos cual si no fuera la más genuina fuente del aprendizaje, y la sustituimos por las más inconsistentes oraciones. Porque la nostalgia, al fin y al cabo, también recae sobre uno mismo, sobre lo que no fuimos y debimos ser. La nostalgia, entonces, nos obliga a creer porque sí. Seguramente, argumentamos con teorías, aunque, justo es decirlo, también sin hechos.

Nos despertamos y somos expertos en trata de personas y en los relieves de los montes mesopotámicos; luego de desayunar, ya somos especialistas en hematomas; a media tarde, posiblemente, ya hayamos analizado la guerra en Ucrania no sin antes, desde luego, haber juzgado todo cuanto ocurre en la Franja de Gaza.

Todo vale, entonces, menos ignorar. Para decirlo con mayor precisión, todo vale, menos ignorar, siempre y cuando no nos demos cuenta de lo poco que sabemos y de cuánto deberíamos, primero, pensar y aprender. El desenlace ya lo mencioné, ignoramos nuestra ignorancia.

Pareciera que hoy no sentimos nada más aborrecible que la docta ignorancia de Nicolás de Cusa, y qué decir de la modestia socrática del solo sé que no sé nada. Similar destino le daremos a las controversias figuradas por Florencio Sánchez en M’hijo el dotor.

Lo que ha cambiado, entonces, es la ignorancia. Y aquí es donde deberían resonar los anuncios televisivos de alerta, urgente o último momento, para advertirnos que la ignorancia dejó de ser un estímulo y una exigencia, y, por esa alquimia que provoca la insidiosa opinión pública, se transformó en un estado a sofocar, a desconocer. No obstante, y huelga decirlo, cuanto más desestimamos nuestra humana ignorancia, más producimos nuestra ignorancia artificial.

Digo ignorancia artificial, pues tal es el verdadero nombre de ese algoritmo que bautizaron inteligencia artificial. En efecto, tras el deslumbre que enciende, el gran riesgo que entraña es la producción a gran escala, insisto, de nuestra ignorancia artificial; esto es, que embobados en la fascinación que despierta, nos hundamos cada día más en la pereza, en la desidia cognitiva, que reemplace nuestro esfuerzo de pensar y crear, que deleguemos en ella toda nuestra inteligencia.

La inteligencia artificial, después de todo, es a nuestra capacidad de pensar, lo mismo que las finanzas al ahorro, toda vez que sustituyen el esfuerzo por la pasividad, la temporalidad duradera por la inmediatez, el compartir por el individualismo y el cuidado por la aceleración mortífera.

Crecimos en un mundo en el que el amor se oponía a la indiferencia, la justicia a la injusticia y la verdad a la mentira. La profunda gravedad que poco a poco se va instalando por medio de la ignorancia artificial no concluye en el reino de la indiferencia, la injusticia y la mentira. El pronóstico puede ser aún más angustiante, incluso inimaginable. ¿Cómo sería vivir en la Tierra sin que existan aquellas diferencias? ¿Cómo sería interactuar con los otros cuando ya ni siquiera sean mentirosos, cuando ya no exista una distancia entre una verdad y una mentira?

En este escenario hay otros dos verbos, además de pensar y aprender, que atraviesan una encrucijada: creer y desear.

¿Por qué y para qué le creemos a alguien? Pese a que yo no creo en Dios, por mencionar un caso, si alguien me cuenta sobre su fe, yo le creo, es decir, le creo que tiene fe. Por supuesto, que yo le crea no modifica mi ateísmo, ni ratifica ninguna verdad, ni siquiera que la vida de aquel creyente sea congruente con su fe. Creer, entonces, es una disposición, una actitud que incluye la capacidad de confiar. Ni más, ni menos que eso. En el mejor de los casos, luego vendrán los hechos, saber, pensar y aprender.

El deseo, dije antes, es otra de las víctimas de la época. Si la pulsión, decía Freud, es una exigencia de trabajo para lo psíquico, esta condición queda suprimida en la era de la ignorancia artificial. Lo que resta de la pulsión, entonces, son apenas unas precarias ganas, a las que les resulta suficiente un like en redes sociales para satisfacerse. Si solo cuenta el ahora, lo inmediato, no hay posibilidad de compromiso, ni de futuro, y ni siquiera de ternura.

En suma, creemos porque sí y reducimos el placer a la descarga acelerada.

El hombre nuevo de los ’60 y los ’70 quizá haya sido una fantasía idealizada, una utopía solo posible en el horizonte, pero aun así suponía el registro de una realidad histórica, ideales colectivos y deseos sostenidos. ¿Qué quedó de aquel hombre nuevo? Ese hombre nuevo se transformó y hoy es un hombre deconstruido, pero no de sus rasgos dominantes y violentos, sino de aquellos ideales, de su conexión con la realidad y de sus deseos.

Finalmente, releo lo escrito y vienen a mi mente dos conceptos psicoanalíticos de Piera Aulagnier y René Kaës: contrato narcisista y pacto denegativo.

El primero de ellos describe los vínculos que establecen dos o más sujetos con el objeto de sostener la existencia del grupo, lo cual incluye objetivos y creencias comunes, y el reconocimiento recíproco. El pacto denegativo es el complemento de dicho contrato, y consiste en los intercambios que realizan los miembros con el fin de expulsar aquello que resulte conflictivo para el sostenimiento del grupo.

En síntesis, una sociedad en la que impera la ignorancia artificial, las metas, creencias y vínculos solo se fundan en la desestimación del otro, en el odio y en la urgencia. A su vez, para conservase como tal, esa sociedad debe expulsar la ternura, el aprendizaje, la realidad y el deseo.

Claro que, bajo esas orientaciones, imaginar que la sociedad podrá conservarse no es más que una ficción propia de la ignorancia artificial.

*Sebastián Plut – Doctor en Psicología. Psicoanalista.