La cultura del salario

“Cuando tenga la tierra,sembraré las palabras”

I. Los escritores tienen la idoneidad, genética o adquirida aquí no importa, para encontrar en las palabras algo que todos los demás solo podemos lograr parcialmente y con gran esfuerzo. Cada término, con sus sentidos y sonidos, contiene, evoca o enciende tantos otros, se enlaza con otros; porque en ellos hay historias para descubrir o inventar.

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Expresar una frase no puede ser, no debería ser, un acto banal. En ella nos presentamos, ofrecemos significados y auspiciamos una continuidad con el otro, algo haremos juntos con todo eso.

El neoliberalismo es destructor, mata o deja morir, casi le da lo mismo. También hiere la lengua y sus usos. Le alcanza con un puñado de palabras y una cantidad aún menor de oraciones. Y, sobre todo, que ellas se basten a sí mismas; que no hagan sintaxis con ninguna otra, que no tengan precuelas ni consecuencias.

II. Los efectos que nos produce escuchar ciertas expresiones se incluyen en un espectro definido. A veces incredulidad, otras es indignación, quizá cierta parálisis, en ocasiones desconcierto. Sinteticemos, oscilamos entre la rabia y no entender.

Pretenden que siglos de conflictos, bibliotecas de causas y trayectorias de esperanzas y desilusiones queden resumidos en una sentencia: por ejemplo, “se ha perdido la cultura del trabajo”.

De inmediato, tres preguntas quedan sepultadas por la presunta robustez de la afirmación: ¿es así?, y en caso afirmativo, ¿por qué?, y si halláramos sus respuestas, ¿qué hacer frente a ello?

El subtitulado inducido por el sintagma es incorporado con velocidad: “nadie quiere trabajar” reza el texto o, casi idéntico, “son vagos”.

III. El verbo perder es una de las claves, tiene un poder críptico. Si yo perdí algo, la explicación surge enseguida: mi impotencia, mi esfuerzo insuficiente o alguna incapacidad arraigada en mi ser recubren los motivos posibles. Así, le hacen decir al desocupado que él perdió su trabajo. El complemento de perder es que nadie se lo sacó.

La ominosa figura llamada mano invisible del mercado no solo propone que este último determine nuestras vidas en todas sus zonas, sino que, especialmente, esa determinación permanezca, precisamente, invisible.

A mediados de 2008, en una pequeña ciudad del este de Francia, un trabajador de Telecom France se suicidó. Pese a las evidencias, las causas fueron atribuidas a sus “problemas personales”. El intendente de la ciudad explicó: “La gente pierde el control de su vida”.

Rinde bien, insisto, el verbo perder, ya que se enmudece el interrogante que seguiría: si perdió el control, ¿quién se lo sacó?

IV. Freud decía que el trabajo “liga al individuo firmemente a la realidad… lo inserta en forma segura en un fragmento de la realidad, a saber, la comunidad humana”. Entonces, ¿por qué alguien desiste de esa ligazón? ¿Qué movería a un sujeto a decidirse por abandonar esa seguridad, a desertar de la comunidad humana?

Una explicación certera y sencilla la aportan los períodos en que los niveles de desempleo son altos, es decir, cuando no hay trabajo. Sin embargo, hay otra razón que, en estos tiempos, tiene aún mayor incidencia: los salarios no alcanzan para vivir, no sostienen ni la precariedad de una acotada subsistencia.

V. Nada, pues, se ha perdido. En todo caso, lo que han cancelado es la cultura del salario, la cultura de pagar buenos salarios. Pero, de nuevo, nadie perdió esa cultura, sino que se la abandonó o, mejor, se decidió.

Los sujetos de esa decisión permanecen en las sombras, pese a haber desinstalado aquella cultura; es decir, lograron que ya no pensemos que un buen salario debe ser indiscutible.

VI. ¿Qué cultura se conserva sin comer? Una vez más, Freud: “No se piensa de buena gana en molinos de tan lenta molienda que uno podría morirse de hambre antes de recibir la harina”

Por Sebastián Plut – Doctor en Psicología. Psicoanalista. Coordinador del Grupo de Investigación en Psicoanálisis y Política (AEAPG).