El Día de la Tierra se celebra cada 22 de abril desde 1970. Se considera esa fecha como el nacimiento del movimiento ambientalista moderno. Un hito que preparó el escenario fue la publicación del libro “La primavera silenciosa” de Rachel Carson en 1962, que alertaba sobre los daños producidos por el uso de dicloro difenil tricloroetano (DDT) y otros compuestos químicos de alta persistencia y sus efectos a lo largo de la cadena trófica, especialmente sobre las aves.
El Día de la Tierra inspiró al 10 % de la población total de los Estados Unidos (unas 20 millones de personas en ese momento) a salir a las calles para manifestarse contra los impactos ambientales negativos de 150 años de desarrollo industrial. Este evento posteriormente se fue trasladando a todo el mundo.
La Conferencia de Estocolmo de 1972 se transformó en el primer hito internacional que trató la problemática ambiental, marcando un punto de inflexión en el desarrollo de la política internacional al respecto. Este año se celebran 50 años de aquel acontecimiento y también de la famosa publicación, encargada por el Club de Roma, sobre Los límites del crecimiento que alertó sobre los efectos que un crecimiento económico pretendidamente ilimitado provocaría en un planeta de recursos finitos. Hoy, luego de medio siglo, las proyecciones realizadas en aquel entonces quedan comprobadas, y no se puede negar el inminente peligro que nos aqueja.
Sobran las publicaciones científicas de todo el mundo que advierten sobre las consecuencias de la producción y consumo insostenibles, y, sin embargo, no alcanzan para despertar la conciencia hacia una transformación mundial, y menos en un mundo donde todavía las guerras se hacen presentes. Los datos por sí solos no cambian nada.
El lema de este Día de la Tierra es “Invertir en nuestro planeta” y apunta a la transición hacia una economía verde y circular que conlleva numerosos desafíos y oportunidades. Dicha transición implica la incorporación de cambios tecnológicos, de estímulo a la innovación, de inversión en la infraestructura y el desarrollo de las cadenas de valor amigables, entre otros. Para aprovechar la oportunidad, es preciso formular políticas, crear incentivos y establecer marcos institucionales que mejoren la gestión de los recursos y contribuyan a la transición. En vista de los desafíos, algunos sectores deberán transformarse de forma inevitable. La transición hacia una economía verde será justa en la medida en que resulte inclusiva. Es decir, se considera transición justa, a un enfoque sistémico, multidimensional y multiactor cuya meta consiste en maximizar los beneficios de la descarbonización y minimizar los posibles impactos negativos sobre la actividad económica, los trabajadores, las comunidades y los territorios.
Los esfuerzos de adaptación para reducir la vulnerabilidad de los países a los efectos del cambio climático, los compromisos asumidos para la mitigación de estos y la creciente conciencia de la sociedad respecto de la importancia de transitar senderos de desarrollo inclusivo que respeten el entorno son factores que deben impulsar este proceso.
Desacoplar el crecimiento económico de la explotación y/o extracción de los recursos naturales es una de las claves para avanzar hacia la sostenibilidad. Somos parte de la generación que puede destruir lo que queda de la vida del planeta, aunque también, la última que puede revertirlo.
Por Bárbara Gasparri – Subdirectora de Ecología y Biodiversidad del Municipio de San Isidro – Lic. en Gerenciamiento Ambiental – Maestría en Gestión de Áreas Naturales Protegidas y Desarrollo Ecorregional