Guarango también se escribe con G

Cuando Drieu La Rochelle visitó la Argentina en 1932, en un recorrido por los suburbios polvorientos de una Buenos Aires pretenciosa y empeñada en la extensión de sus límites, conducido por el joven Borges, se extasió ante la pampa abierta e infinita. En una expresión cargada de sentimiento y poesía la definió por los efectos estremecedores que sufren algunos ante el vacío: “La pampa causa vértigo horizontal”. Esa paradoja con la que describió la llanura pampeana, es quizá la propuesta más lograda y sintética de la geografía que nos abriga.

Algunos años antes, José Ortega y Gasset, en 1916, en el primero de sus viajes al país, tuvo una impresión similar. En un viaje a Mendoza vivió con intensidad intelectual su contacto con la geografía pampeana. Esto le serviría más tarde para trazar, desde la topografía, un perfil del carácter del argentino. No distinguió entre bonaerenses o porteños y otros argentinos.

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Qué vio, qué le sugirió este vínculo entre el hombre y la naturaleza a partir del ‘topos’ geográfico. Para un europeo que mira su espacio, su ambiente natural, encuentra en la inmediatez de su mirada referentes que la naturaleza le ofrece como reposo de la vista. Cualquier europeo encuentra en su proximidad elementos que le referencian su posición como alguien, un sujeto, en un espacio con medidas y distancias. Como alguien que inicia un camino y luego de un tiempo breve llega a algún lugar. El hombre de la pampa es un hombre de distancias infinitas, de distancias que no concluyen, que conducen a un lugar situado más allá, como afuera de las dimensiones humanas. Es un camino que no termina y por eso no conduce a ninguna parte. Será una promesa de cumplimiento permanentemente postergado. La vista se pierde en un infinito después. No reposa el ojo en algo que pueda definirse como proporcionado, como alcanzable; el horizonte, la brumosa línea del horizonte posterga indefinidamente el destino como meta. Ese rasgo de la geografía trasliterado condiciona al argentino como un hombre de promesas. Dice Ortega que el argentino es el hombre de las promesas, de las proyecciones. Es el hombre que busca y nunca encuentra porque siempre será una promesa; se pasa la vida en la espera, en el camino de la realización, de la expectativa, del diseño de un futuro que se corre como un espejismo a medida que camina.

A este artículo, publicado en La Nación en 1929, siguieron otros dos: ‘El hombre a la defensiva’ y ‘Por qué escribí el hombre a la defensiva’, de fines de 1929 y de abril de 1930. En el primero de estos artículos hace una descripción del argentino como un sujeto que está a la defensiva de su medio social; la juventud en tanto sociedad, el aluvión inmigratorio, el afán por la generación del dinero, lo lleva a desconfiar del entorno y a no entregarse. A medir permanentemente quién es el que está enfrente y qué seguridad puede, o no, tener frente a él. Y lo que me interesa señalar hoy es que, siempre según Ortega, el argentino es un personaje que esconde una persona. Que la exigencia en actuar el personaje es la causa que aleja a la persona de la posibilidad de la entrega y la ocasión de construir un vínculo genuino con un otro. Habla de lo cuidado de sus modos, de su vestimenta, de su imagen. Esto produce una actitud narcisista que lo lleva a no poder olvidarse de sí mismo, en la búsqueda de un algo que nunca lo dejará satisfecho porque nunca llegará a ese destino. Y el narcisista no solo está cautivado con su imagen, sino que solo lo está con su imagen. Si lograra olvidarse de su imagen y pensar en que no es más que reflejo de su persona, entonces logaría salvarse porque evitaría morir ahogado en la contemplación de una ficción, que no es él, solo su imagen. Este artículo suscitó tanta polémica en ciertos ambientes de Buenos Aires, que se vio impuesto de escribir el segundo artículo explicando algunos de sus conceptos allí vertidos. El primero de los artículos termina haciendo una descripción del guarango.

El guarango también es un personaje. Es una reacción desesperada ante la posibilidad del olvido o de la desconsideración de su presencia. El guarango grita, entra a los codazos, interviene inoportunamente; hace todo lo necesario para ser tenido en cuenta; para recordarle a su entorno que está, que no se retiró y no piensa en hacerlo. El guarango quiere imponer su personaje como alguien a considerar. Intenta alzar la personalidad que presume ser para la ponderación del medio. El guarango dice estridencias con el fin de ser recordado, de no pasar desapercibido. Aún la agresión es un medio para hacer valer su pretensión. Lo que quiere es imponer el personaje que quiere ser y el correlato reconocimiento de su medio. Hay, generalmente, una inseguridad que solo descansa en el reconocimiento del otro. Solo soy en tanto lo soy para otro.

Estas ideas refritadas por mí, escritas hace casi cien años, tienen mucho de vigencia hoy. Ciertamente las circunstancias han cambiado, y mucho. Pero hay rasgos, riesgosamente generalizadores, que nos acercan a tipos de comportamientos propios de los argentinos. Cuántas veces hemos escuchado que se caracterizan a los argentinos como presuntuosos, vanidosos y demás.

Las guarangadas hoy nos encuentran menos descolocados cuando se presentan en nuestras vidas. Qué habrá querido decir Tolosa Paz con su estridente e injustificada vulgaridad. ¿Habrá, como dicen algunos, querido captar el voto juvenil? ¿Habrá actuado un personaje para imponerse sobre su inseguridad política? ¿Habrá querido ser graciosa? En cualquier caso, no habla bien de alguien que construirá poder y leyes desde el espacio sagrado de la democracia al que hace alusión con su nombre: Parlamento; al lugar donde el uso de la palabra es el vehículo de la construcción y ejercicio del poder. Si fue el personaje el que habló, el que quiere hacerse el espacio a los empujones, es un personaje que nace con el estigma de la vulgaridad inapropiada para cualquier persona con aprecio por sí misma. Si habla desde su inseguridad política, no veo que sea el camino para ser seriamente respetada. Si quiso hacer una broma, es bueno recordarle que hay más de ciento diez mil muertos por una pandemia que hubiera podido ser menos letal si se hubieran administrado mejor los recursos humanos, políticos y económicos. No es lo que necesitamos como pueblo.

Esta semana escuchaba a un periodista español entrevistado desde Buenos Aires sobre el país visto desde Europa. La frase que más me impactó de todas las ideas que desarrolló fue la que sintetiza la nimiedad misma a la que se ha llevado al país. Simplemente dijo: “Argentina, lamentablemente, es insignificante, no solo para Europa, también para España”. Si se pregunta qué queremos hacer de Argentina en los próximos diez, quince años, no hay respuesta; no se sabe porque no hay plan. Es un camino hacia un infinito perdido en los bordes del horizonte como la pampa inacabable. Parecemos ese personaje bufonesco que al final de una fiesta hace el ridículo sin reparar en costos de imagen. Los que tenemos algunos años, cuántas veces hemos escuchado firmar contratos internacionales que no se cumplen luego. Deudas que más tarde se desconocen o se retoban a pagar. Cambios de reglas permanentemente con inversores internacionales. Devaluaciones cíclicas por ajustes eternamente postergados. Leyes laborales que no promueven el trabajo. Giros permanentes de posiciones geopolíticas. Y tantos tristes proyectos cancelados. Nos va quedando poco como país; tal vez el deporte es un espacio que nos trae alguna indicación de que existimos y nos sale bien. Es muy poco; es muy pobre como propuesta aspiracional. Nos hemos quedado en promesas. El artículo de Ortega es premonitorio de los riesgos a los que se exponía Argentina. Esos riesgos son hoy una realidad frustrante que empuja a los que inician la vida adulta, laboral, a buscar afuera lo que antes otros buscaban aquí.

Cuánto más habrá que caer para que los que tienen representatividad y poder político logren acordar sobre un número básico de puntos y concretemos un proyecto realizable, identificable, y desarrollarlo ya no como promesa, sino como proyecto factible de una realidad promisoria. Convertir la promesa en lo promisorio. ¿Es tanto pedir?.

Por Patricio Di Nucci  – Licenciado en Teología (UCA) – Licenciado en Letras (UBA)
Publicado originalmente en El Pucará