En el discurso de recepción del Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez dijo estar sorprendido de cómo, con los dos dedos índices y veinticuatro signos gráficos -las letras-, había podido crear ese mundo de fantasía que lo acreditaba como ganador del premio. Entre otras razones, por las que el pueblo griego se desarrolló como ningún otro en la historia de la humanidad, fue la inclusión de la escritura de las vocales junto a otros signos (ya presentes entre otras culturas, la fenicia, la egipcia, por ejemplo). Sencillamente simplificó la posibilidad de representación literaria de la realidad. Aunque ésta será siempre escurridiza a su representación acabada. No existen suficientes palabras para referir la vasta realidad en la que nos movemos. Por ejemplo, utilizamos la misma palabra, poeta, para referirnos a Borges y a cualquier oportunista que de casualidad escribió un soneto con cierto orden. El corrimiento de los ideogramas, presentes en muchas lenguas orientales, permitió que la escritura y la lectura se difundieran como una posibilidad más accesible para más gente y su consecuente salida del analfabetismo. Tan incorporado y masificado está la lectura en nuestras vidas que no dimensionamos su ponderación histórica.
Si la lengua es reflejo de la estructura mental de un pueblo, de una cultura, la formación de innumerables palabras, que nos permiten referirnos a las cosas poniéndoles un nombre, nos hablan de las posibilidades de combinaciones de esos veintitantos signos con los que escribimos. A la vez, la descomposición de las palabras nos permite realizar el camino inverso: la deconstrucción de una mente que es capaz de incursionar en el mundo de la descomposición y de la individualización de cada uno de los elementos.
Alguna vez leí que Leibniz llega al cálculo infinitesimal como derivación de las posibilidades que dio la organización de la escritura a partir de la composición y descomposición de las palabras. Más aún, el desarrollo del conocimiento de la estructura atómica es espejo de la estructura de la escritura en la mente humana.
En todo este juego de la escritura como reflejo de la organización de la mente de una cultura, se da un movimiento de reciprocidad entre la teoría y la práctica del lenguaje. Esto es, se escribe, se lee de tal manera que van actuando de consuno una y otro. Si atendemos a un niño que está aprendiendo a hablar, lo hace con la práctica de su entorno, pero, a la vez, hay una teoría, la de la gramática que ordena de una manera y no de otra las posibilidades de la comunicación a través del lenguaje.
El lenguaje tiene una vida que le es propia, o de todo un pueblo que lo usa en la cotidianeidad. Se da de modo natural y se modifica lentamente con el uso, con la práctica que luego se formula teóricamente. Si leemos el Poema del Cid Campeador veremos que nos cuesta más la lectura que si leemos a Santa Teresa o San Juan de la Cruz; hay más tiempo transcurrido entre Santa Teresa y nosotros que entre el poema (su escritura al menos) y Santa Teresa. Sucedió que entre El poema y Santa Teresa se fijó la lengua por medio de las leyes de la gramática del castellano escritas por Nebrija. Al fijar leyes se formuló un criterio de escritura, se formuló la teoría que regularía los modos de escribir. La consecuencia fue la normalización de la lengua y la consolidación del modo de decir. Hay una práctica consagrada y una teoría que ordena esa práctica. Y eso hace que la lengua cambie lentamente. Si nos encontráramos con Fernando de Rojas o Garcilaso de la Vega podríamos sostener una conversación; habría algunas diferencias de pronunciación, algunas palabras caídas en desuso, pero la comunicación sería posible. Porque de las cosas que cambian en la vida de las sociedades hay algunas que lo hacen velozmente, como la tecnología, y otras que lo hacen lentamente, muy lentamente, como el lenguaje. Y aún, en el lenguaje, algunas modificaciones son más dúctiles que otras. Es más sencillo cambiar un sustantivo o un adjetivo que un verbo. Los verbos son más rígidos, requieren permanencia en la estructura oracional.
Ya se ve que la práctica esconde, o mejor dicho supone, una teoría que sin ser transmitida explícitamente está supuesta y requerida en toda formulación con sentido.
Hoy en internet encontramos muchas respuestas a dudas, preguntas sobre diferentes temas. Pero es claro que no siempre fue así. En los boletines de la Academia Argentina de Letras de hasta hace algunos años -ignoro si continua la costumbre- había muchas respuestas a consultas que enviaban para resolver dudas gramaticales, o de sintaxis. La lengua requiere el respeto de las formas de la gramática para convertirse en vehículo de la comunicación humana. Aún en las posibilidades del lenguaje sabemos, porque la experiencia de cualquiera lo pone de manifiesto, que las comunicaciones no son tan claras ni transparentes; eso se debe a que las relaciones humanas tampoco lo son. La lengua adolece –como se refiere arriba- de límites, de pobreza comunicacional porque la realidad es más fecunda y versátil que la lengua y el hombre es parte de la realidad que busca descripción. En síntesis, la práctica de la lengua requiere de la teoría que le haga de soporte y le dé marco normativo para entendernos; es imposible considerar el habla sin reglas que le den sentido. No podría decirse nada. No habría posibilidad de comunicación.
La lengua está en la base de cualquier sociedad humana, de cualquier grupo humano en cualquier época y en cualquier estadio del desarrollo. No hay comunidad sin lengua; no hay comunidad sin comunicación.
Este tópico de la condición humana tiene réplicas en otras condiciones de la convivencia social. No siempre es la misma la manera de convivir de una sociedad, pero debe haber una.
En muchas personas, y en grupos de personas, hay una valoración especial de lo pragmático. Decimos de fulano: es un hombre pragmático. Hay una diferencia, tal vez sutil, entre el práctico y el pragmático. El primero enrola al que posee habilidades para hacer o resolver cosas técnicas, como arreglar un lavarropas, o repara un enchufe, o cosas así; el pragmático posee una característica más abstracta, más filosófica, por decirlo de alguna manera; el pragmático es la contracara del teórico, como su contrapeso. La valoración del pragmático sobre el teórico está dada por la operatividad; el pragmático resuelve, decide, se compromete y asume riesgos. El teórico vive en su intimidad, en su torre, no baja a la prueba su teoría, como atrapado en un juego de espejos sin poder romper ese mundo abstracto por el que está tomado. Y no se equivoca el que juzgue de esa manera. Hasta ahí podemos decir que el pragmático sabría cómo sembrar una remolacha, o lo deduciría, pero no sabría muy bien qué cualidad tiene y para qué puede ser utilizada. El tema de fondo es que se necesitan ambos. La práctica de algo requiere la teoría, para no ser un juego de acierto y error constante. Como en la lengua, la teoría puede estar en silencio, pero está supuesta en cada movimiento. Lo otro es el caos, el desorden, la destrucción. La teoría es la estructura.
Un país, cualquiera, supone una estructura para su gobierno, su orden. Tiene que haber alguien que dirija, defina, centralice las decisiones, las importantes, las generales, al menos; y una enorme cantidad de personas que, en los distintos niveles de responsabilidad, desarrollen esas ideas, las conviertan en vida cotidiana. El problema es gigante cuando no hay pragmatismo y es igual de gigante cuando no hay sustento, teoría sobre qué hacemos, cómo hacemos, adónde vamos, adónde queremos llegar, en cuánto tiempo. La peor de las soluciones es la que resume la frase: “vamos viendo”. El plan puede ser más o menos ambicioso, pero tiene que haber un plan, un sustento; tiene que haber teoría de qué se quiere hacer con un país al que se ofrecieron para administrar. El plan no puede ser resistir.
En 2015 busqué información de cómo estaba Alemania en 1957; ¿por qué en 1957? Porque hacía doce años que había sido destruida por la guerra que ellos mismo habían iniciado. De lo que leí recuerdo una expresión: “era la locomotor de Europa”. En doce años habían convertido un fracaso en un renovado éxito. En 2003, Kirchner recibe un país en recuperación; el trabajo sucio lo había hecho Remes Lenicov, con superávit gemelos, con inversión instalada de la década anterior; entrega el gobierno con algunas variables que reclamaban ajuste, pero razonablemente bien. A partir de 2007 la degradación no paró y llegamos a niveles de pobreza escandalizantes, propios de países africanos. Y tal vez lo más dañino sea que no sabemos hacia dónde estamos yendo; no existe un plan, no hay teoría que ordene nuestro destino. La verdad o la mentira, la justicia y la inocencia, la culpabilidad y la responsabilidad depende de qué tribunal administra algo parecido a la justicia. Todo es así de inestable.
No es necesario comparar ingresos del país a principios del siglo pasado o a mediados del mismo siglo, pero ciertamente han caído mucho en términos relativos (los otros han crecido) y en términos absolutos: hicimos las cosas muy mal. Cómo puede ser que no podamos converger hacia una proyección auspiciosa de un futuro mejor. Cuánto hace que estamos cada año peor que los anteriores. ¿No podrá ser posible un acuerdo básico entre los que poseen poder para definir qué queremos cómo país y acordar cómo hacerlo?
Sé que llegará ese momento, porque muchos países lo vivieron, en la antigüedad y en los siglos precedentes, y lo han logrado. Lo que no sé si yo podré estar para verlo. Claro que me gustaría.
Por Patricio Di Nucci – Licenciado en Teología (UCA) – Licenciado en Letras (UBA)
Publicado originalmente en El Pucará