Elegir por las ideas y no por las creencias

Los momentos como el actual son oportunidades propicias para reflexionar acerca de la democracia. Todos estos días hemos visto el interés de los candidatos por hacerse conocer en una suerte de casting mediático. Como sucede generalmente, tienen respuesta para cada uno de los problemas que aflige al ciudadano común y al país en general. Otra cosa es cuando ejercen el gobierno.

En la antigüedad, en Atenas, donde nació la democracia, el sistema era de decisiones directas; no había gobierno por medio de representantes, por lo que no había propuestas electorales. Sí había un debate público de las cuestiones de interés colectivo en el que cualquier ciudadano podía hacer uso de la palabra para proponer y convencer al auditorio. En ese sentido no había posibilidad de desilusión. No pienso por esto en un gobierno directo para nuestros tiempos, sino remarcar cómo la misma palabra puede referir significados diferentes. Seguramente encontraríamos respuestas muy distintas para la pregunta qué es la democracia. Y la mayoría, muy probablemente, estarían en lo cierto; marcarían alguno de los aspectos propios del sistema de convivencia que nos rige.

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Hace algún tiempo escribí en esta misma columna sobre la democracia. Basicamente decía allí que la democracia es un sistema en el que se procura dar igualdad de oportunidades a todos; cada uno las desarrolla conforma a condiciones propias, circunstancias, etc. Votar es solo el acto por el cual elegimos a quienes gobernarán en los años subsiguientes; no es poco, pero no es más que eso. Ciertamente nuestra decisión se corresponde con las propuestas de los candidatos. En lugar de las conversaciones en el Ágora ateniense, el parlamento se referencia como el espacio deliberativo del pueblo. Al ser convocados a la elección de nuestros representantes somos considerados como el soberano, el empleador de los aspirantes al puesto. Se nos convoca para dar nuestra opinión y ejercer nuestro derecho (en Argentina, es también nuestro deber). Pero la democracia es más, mucho más que eso; es promover el desarrollo de las personas, potenciar la capacidad de las subjetividades de manera que la libertad alcance madurez y solvencia. Una democracia inmadura es la que condiciona a los electores por medio de sofisticados, o no, recursos de cooptación de voluntades. Los condicionantes sociales modifican el ambiente o espacio desde el cual se ejercitará la libertad de cada ciudadano adulto.  En tanto el ciudadano esté expuesto por su vulnerabilidad, mayor serán los condicionamientos que restrinjan su ejercicio soberano de la libertad. Y quienes detentan el poder incidirán en la opinión y decisión del débil. Es muy difícil que alguien que se siente débil pueda sustraerse a los condicionamientos del medio en el que se desenvuelve su vida y la de su familia. Simplemente por las prioridades de las necesidades. Aristóteles lo decía así: “Para dedicarse al ocio hay que tener resuelto el nec-ocio”. Quiere decir: para poder pensar hay que haber almorzado.

La función de las instituciones en las democracias tiene múltiples finalidades. Entre otras dar estructura a la sociedad para que tenga un orden de equilibrio entre las fuerzas que concurren en la procura del bien general. A diferencia de la democracia ateniense, las nuestras se ejercen por los representantes. Esto quiere decir que lo impracticable del gobierno directo hace necesaria ese instituto que es el parlamento. No es viable, como lo propone el populismo, el encuentro directo entre el pueblo y su líder. Las experiencias en las que hubo líderes poderosos al estilo monárquico absoluto, han producido un dolor inconmensurable en la humanidad. El siglo XX abunda en ejemplos trágicos.

Qué hay en el hombre y en el líder divinizados que se reiteran en la historia de la humanidad conductas que desbordan la racionalidad básica. Qué comportamientos se activan en el hombre para observar respuestas atroces contra otros seres humanos. Trataré de ensayar una probable; no pretendo que sea la única propuesta de abordaje al problema.

En el hombre hay dos planos diferentes en los que se definen sus conductas y, finalmente, su vida. Los llamaré el plano de las creencias y el de las ideas. Si bien este complejo sistema de comportamientos acompaña al hombre desde siempre, hay algunos elementos que perviven porque le son naturales. Un ejemplo de esto sería la expresión: “el amor es ciego”. Todos sabemos lo que significa. El enamorado no ve defectos en el destinatario de su amor. Borges reformula esta idea resignificándola y dándole una perspectiva de análisis interesantísimo. Dice que el amante mira al amado con ojos divinos y lo re-crea haciéndolo un ser único. La mirada del amante “ve lo que nadie ve” en el amado, y en ese sentido adquiere toda la fuerza original de la obra divina. Y está bien. Más aún, creo que es la base más conveniente para el amor. Esto cabe en el vínculo entre amantes. El amante cree en su amado, no lo puede justificar porque no es justificable, más aún, no considera necesario hacerlo. El creer está ligado a sentimientos anteriores a la necesidad del pensamiento. En el hombre –considerado en abstracto- existe un plano de la creencia adonde se juegan valores fundamentales de su condición y de su existencia. Por ejemplo para el que tiene fe. Puede tener pocas ideas, o ninguna sobre Dios, puede ignorar el catecismo y la teología, sin embargo cree. A la vez puede un hombre ser un erudito en teología y no tener fe.

La creencia pertenece al plano de la no técnica, es anterior al desarrollo de la técnica. La técnica comienza en la historia de la humanidad como característica del desarrollo evolutivo. Al plano primario de la creencia, como respuesta espontánea acrítica, sucede el plano de las ideas. A medida que los desafíos persisten en la vida del hombre las ideas comienzan a dar respuestas convenientes a ellos. Cuando evoluciona comienza a construir viviendas, a cocinar los alimentos, a vestir su cuerpo, etc, hasta llegar a puntos sofisticados en su proceso evolutivos.

Al llevar este instrumental conceptual al tiempo actual y en las relaciones humanas abiertas, como el laboral, el político, los niveles de comunicación deben pasar por el plano de las ideas y dejar afuera el de las creencias. Cuando un líder genera una corriente afectiva entre él y el pueblo (no solo en la actividad política, también se puede dar en la práctica religiosa. Recordemos a Jim Jones en 1978, en Guyana) genera un laso que debe trabarse en el plano de las ideas. Y en estas adhesiones ciegas, caben niveles, por supuesto, el líder deja de ser alguien que plantea ideas y procura creencias. Su pretensión es convertirse en objeto de creencia. Comienzan los riesgos de fanatismos de resolución impredecible. Qué significa: “si la tocan a Cristina, qué quilombo se va a armar”. Otra vez nos encontramos ante el desafío de igualdad ante la ley. No imagino a los alemanes diciendo algo así por Merkel, tal vez la más importante estadista de nuestros días. Cuidado porque el proceso divinizador produce mártires potenciales o, en el mundo musulmán, reales.

Las relaciones adultas abiertas deben pasar por el andarivel de las ideas. Las ideas resuelven el mundo de lo racional; transitan el mundo de lo inteligible. El mundo de la política es muy propenso a la exaltación del líder con riesgos a la vista. Uno de ellos es que el encuentro del líder con el pueblo sea directo y las instituciones, funcionales a ese vínculo; se relativizan y se ponen al servicio del líder perdiendo su condición de soportes estructurales del equilibrio de fuerzas. El populismo tiene esos riesgos. Las instituciones se convierten en cáscaras sin contenidos. Prevalece el encuentro directo entre líder y pueblo. En este cuadro de situación es complejo el diálogo entre las diversas fuerzas políticas y la descalificación del otro es el recurso de manual. Porque el argumento descalificador se basa en la creencia, no en las ideas.

En las relaciones abiertas entre adultos como las mencionadas antes, no debe haber compromisos de fe o, al menos, no deben ser determinantes. Entre adultos responsables y serios las ideas son las normas rectoras del comportamiento y de las decisiones. Aún la confianza que alguien nos puede generar para algo, tiene fundamentos aportados por la información que poseemos de él. Esto no quiere negar la creencia, el afecto en algún sentido, quiere ubicar cada nivel de la comunicación donde corresponde. Las creencias suscitan adhesiones –con riesgo de fanáticas- que obnubilan las ideas, plano en donde es lo correcto el análisis que preceden a las decisiones. De la misma manera que no es un algoritmo el canal selectivo de una compañera de vida, no es la creencia el de las resoluciones requirentes de fundamentos racionales.

Por Patricio Di Nucci  – Licenciado en Teología (UCA) – Licenciado en Letras (UBA)
Publicado originalmente en El Pucará