Cuando utilizamos la palabra puente, lo que entendemos, usada en sentido real o figurado, es la unión entre dos extremos.
En esa aproximación a una definición están evocada las dos condiciones del puente: unir lo que estaba dividido. Como el dios Jano, con una cara de espaldas a la otra, contemplando hacia atrás y hacia adelante, es la unidad, une lo que se fue con lo que está viniendo, el puente pertenece a los dos extremos; el puente es de los dos. En cuanto al dios romano, Jano no existe en la cultura griega, uno de los pocos, le da el nombre al primer mes del año (January, Janvier, Janeiro, Gennaio). Enero es una derivación del mismo vocablo. Jano es el mes que cierra un año y abre el siguiente; mira hacia lo que deja y hacia lo que viene.
El puente no pertenece a ninguno de los dos términos exclusivamente; pertenece a ambos por igual. No es posible un puente que se sostenga en uno solo de los lados; se apoya en los dos. Consolidado en cada uno de los lados, se va construyendo, como todo, con la unidad de sus partes. El puente no lo es sin el origen y sin el medio que une los extremos. Tampoco sin el destino. Podrían invertirse los términos y lo que es fin tomarlo como origen. Pretender apropiarse de unos de los puntos de apoyo como exclusivo, es dejarlo, no solo desvirtuado, sino en abstracto.
En la vida de las personas y de las culturas, de los pueblos, sucede algo parecido: una persona no es adulta sin niñez ni adolescencia. Soy hoy la síntesis de todo mi pasado. En los pueblos ocurre algo similar. Aquí el sentido figurado nos habla del hacerse, de las etapas que van cerrándose y abriendo nuevas. No es la muerte el otro extremo (también lo es, en otro sentido) sino el proceso que a lo largo de la vida va uniendo nuestras edades.
A la vez un puente necesita –para ser tal- unir dos entidades diferentes, separadas, divididas. En donde hay unidad no es necesario hacer puentes; el puente se alimenta de los distintos. Se explica desde las partes. Los puentes hacen fluido el movimiento porque construyen unidad.
El concepto de mediador es el mismo. Alguien que busca acercar las partes. Ya al hablar de partes hablamos de iguales en lo fundamental; la mediación es entre dos que comparten algo: lo que los separa. Un río tiene dos orillas, es lo que comparten y lo que los separa.
Cuando lo que separa es muy ancho o peligroso, se hace más desafiante hacer el puente que los una, ya que es lo mismo lo que los une y lo que separa. El desafío es mayor. No exige el mismo esfuerzo hacer un puente sobre el rio de la Plata que sobre un río angosto, de los que hay muchos con sus puentes ya hechos.
Históricamente existía, y continúa haciéndolo, la figura del pontífice. Ese rol se desempeñaba cuando se tenían ciertas condiciones o posiciones dentro de la comunidad. Hoy mismo al Papa se lo llama Sumo Pontífice. Une lo del cielo con lo de la tierra.
La filosofía del lenguaje, una ciencia con relativamente poco tiempo de desarrollo, pero apasionante, nos descubre cosas, propiedades de la lengua o del habla de un pueblo, haciéndonos ver condiciones que tiene nuestra relación cotidiana en el uso del lenguaje para comunicar y comunicarnos. Hay palabras que en sí mismas son conectoras de realidades separadas, que son puentes. Por ejemplo, el sustantivo puente o pontífice no lo son. Sin embargo, el sustantivo teología es una palabra puente. Hubo un lingüista, filosofo del lenguaje, J.L. Austin, que dio una serie de conferencias en las que justificaba cómo se hacen cosas con palabras. Y la palabra teología es una palabra que hace cosas: es una palabra que produce unidad.
Si bien ambas partes que componen la palabra pertenecen al lenguaje humano, una, Teo, refiere a Dios, y Logos refiere a lo humano. Los dos componentes se nutren y mueven en el campo de la inmanencia (de lo terrenal); uno remite al de la trascendencia (de lo divino) y el otro es el instrumento de la inmanencia. Uno es el objeto del pensamiento y el otro el proceso.
Puede pensarse que solo es una trampa porque el objeto del pensamiento comienza y termina en las fronteras de la inmanencia; que habría que hablar de lo teologal y no de la teología, es decir del amor y no del conocimiento; pero estaríamos en el mismo problema. No obstante, el puente sigue estando con el objeto del conocimiento, o del conocimiento por la fe, que también estaría en el campo de lo inmanente. Los cristianos creemos en Cristo como Hijo de Dios, pero nos habló con idioma humano y con palabras de este mundo. Es decir: para el hombre no existe otra manera de hablar de Dios si no es en lenguaje humano. Y con palabras proporcionadas a las limitaciones humanas hablamos de Dios. Y con estas limitaciones se establece el contacto entre lo humano y lo divino. Un importante teólogo alemán del siglo XX, se refirió a esta problemática con sencillas palabras: Dios no es lo que nosotros pronunciamos o concebimos sobre Él, pero está en esa dirección.
Hubo dos personajes en la historia de la humanidad: Tales de Mileto (padre de la inmanencia) y San Justino, Mártir, padre de la teología (en ese sentido de la trascendencia), a quien otro gigante, Tertuliano, lo llamó acreedor de todos nosotros, los teólogos; él fue el primero y nos marcó el camino, dijo. Lamentablemente no me da el espacio para hablar de ellos, aunque tiene mucho que ver con el tema de hoy; en otra ocasión que se preste.
Si Jesucristo reveló el insondable misterio divino al hombre, nos permitió, con las limitaciones mencionadas antes, conocerlo, quiere decir que el diálogo construye puentes, nos hace conocer las propiedades del otro, nos hace más ricos. Los pueblos antiguos, y los actuales de otro modo, crecieron por las posibilidades de interactuar, de experimentar visiones diferentes sobre el sentido de la vida, lo sagrado, la muerte, y demás cosas esenciales que atañen a lo humano.
Pero pareciera que en Argentina no sirven los miles de años en los que la humanidad fue, con errores y sangre, construyendo la imprescindibilidad del diálogo. La comunión de proyectos es insolente, en el sentido etimológico del término (in: privativo de; y solere: habitual). Hace años que hablamos de grieta. Las autoridades dicen convocar al diálogo, pero no se muestra ningún indicio de permeabilidad. A priori debería pensarse que es más sencillo el diálogo en el que se discuten ideas, no afectos; en donde no está comprometido el corazón sino la cabeza porque las ideas caben en palabras, los afectos no. Y sin embargo nos sigue devorando la grieta, los intereses mezquinos y particulares sobre los que involucran a multitudes enteras. Uno de los problemas que produce la grieta es que convierte las diferencias de las ideas en enconos afectivos. De decir: pienso distinto, a decir: lo odio hay distancia, pero no tanta. Cuando las diferencias se convierten en obsesiones personales estamos en serios problemas. Y si quienes padecen esas mutaciones tienen poder público, el problema de unos pocos termina siendo el de muchos.
Estamos a una semana de las elecciones; ganará uno u otro, pero, creo, no habrá soluciones de fondo si no hay puentes, no hay diálogo, no hay voluntad de comunión real entre quienes asumieron la responsabilidad de gobierno y quienes son oposición. El diálogo incluye a ambos. Y, tal vez, no sea posible el diálogo sin el corrimiento de quienes encarnan los extremos de esta grieta por la que sangramos todos.
Por Patricio Di Nucci – Licenciado en Teología (UCA) – Licenciado en Letras (UBA)
Publicado originalmente en El Pucará