EL PERRO PORTEÑO – Crónica de una obra de teatro

Tantas veces se ha hablado del río! Nuestros ríos y arroyos del Delta tienen voces multiplicadas, ellos y miles de cursos de agua. El arte nunca ha sido silenciado a la hora de hacer oír el ir y venir de las mareas. La canción, la pintura, la poesía, y un sin fin de expresiones culturales han servido a ese propósito. Así es como el color de las aguas, los verdes veraniegos mutando a ocres otoñales, el sonido de los pájaros, las olas empecinadas en su suicidio constante contra costas y embarcaciones, y el olor que recorre ese mundo natural viven esparciendo la sensación de libertad de los sentidos. Formas y mas formas. Flora y fauna en un ensamble natural a veces respetado y a veces bajo el látigo del tirano: el hombre.

En ese contexto, que algunos podemos apreciar mas allá del disfrute y las risas desprejuiciadas, existen esos otros… Hombres y mujeres que por ser hijos, nietos o parientes, o simplemente por esa necesidad madura de crecer junto a la naturaleza y no a sus expensas, han elegido o eligen el Delta. Ellos no son parte del bullicio ni de la indiferencia. Son esa porción indispensable de humanidad que acude al rescate, que es solidaria y silenciosa, que mira –no sin recelo– a “los del continente” sabedores que en una gran medida pueden ser los importadores de la depredación.

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El Delta los cobija, a todos, y de tanto en tanto les “marca la cancha” con alguna marea intensa, con el crujido de las ramas o desplegándoles el manto nocturno hasta minimizarlos en el espacio y el tiempo. El río dice que a la hora de ser, en la isla, solo existe una “clase social”: la isleña.

El destino me hizo entender esto. Recibí el legado iluminado de los que estuvieron antes y se quedaron. Aprendi que a la isla se llega para ser educado y no para educar, para aprender y no para enseñar. Aprendiendo y conociendo me fui cruzando en el camino de muchos isleños y comprendí el lenguaje de su mundo cotidiano. Todos ellos colocaron en la alcancía donde resguardo mis tesoros alguna palabra o algún gesto.

En ese derrotero, donde las pisadas son borradas por el agua, conocí gente. La gente del “Carapa”, los del Sarmiento, del Capitan, del Rama y el Ramita y otros mil arroyos, ríos y riachos con nombres tan obvios como secretos. Cuando la Primera Sección de Islas dejaba de ser una telaraña impenetrable me hicieron poner la mirada del otro lado del Paraná. Allí las voces eran iguales pero distintas. Sus sonidos venían cargados de profundidad, sus manos mas curtidas, su independencia mas absoluta. Nunca vamos a poder descifrar quien eligió a quien allí ¿Habrá sido la isla? ¿Habra sido la gente?

La cuestión es que navegando se llega lejos y un día, hace alrededor de ocho años llegue al Felicaria. ¿Un arroyo como todos? Si y no. La comunidad allí supo levantar su punto de encuentro. Pioneros movidos por los azares de sus vidas comenzaron a poner los ladrillos del hoy. Y vino el Club, la Salita de primeros auxilios, la biblioteca, y un desfile de apellidos que se enraizaron.

En ese lugar de encuentro la comunidad afianzaba vínculos, los limaba, o los terminaba –humanos somos todos–. Campeonatos de futbol, bailes, fiestas, libros y algunas medicinas que hicieran la pausa para los males mayores. Una sociedad en expresión.

Por entonces, un grupo de vecinos recibió una semilla de manos del actor y escritor Norman Briski. Ellos buscaron la forma en que aquel aporte tome forma y luego de reuniones, debates, ensayos y mucho trabajo EL OJO DEL RIO vio la luz. Creo que fue un punto de inflexión. El teatro estaba haciendo pie firme en la isla, con actores del lugar, con escenarios y escenografías autóctonas y autenticas. Sin mas escuela que la de contar actoralmente que significa LA ISLA. Y lo hicieron de manera magnifica. Me recuerdo a mi mismo embelesado esperando por una nueva función (los vi tres veces en escena!). La gente llegaba a verlos y era mas que teatro, era una fiesta!
Luego, vaya a saber porque, tal vez por ese aire húmedo de la isla que muchas veces apaga el fuego, aquel “ojo del río” abierto se fue cerrando. Las llamas se apagaron –eso creía yo–.

Sin embargo, como cada vez que uno quiere imponerle a la isla una poda, el verde volvió a imponerse y del rescoldo escondido surgió una llama nueva.

“EL PERRO PORTEÑO”, me dijeron. Una nueva obra que comenzamos a ensayar, agregaron. Me explicaron que el grupo de teatro tuvo algunas bajas y altas. Que seguían siendo los mismos, mutilados y multiplicados. Que la idea de uno disparo las ideas de los otros. Que hubo nuevas reuniones, nuevos debates, nuevos ensayos, y nuevamente mucho trabajo. Y, fundamentalmente, que volvían!

La convocatoria era para el sábado 30 de noviembre, en un muelle de turismo para los que venían “de afuera”, y en la Biblioteca del Felicaria para los que venían “de adentro”. Yo no iba a ir ni de afuera ni de adentro. Decidí que quería revivir parte de la vivencia que me había dejado “El ojo del río”, así que me fui al muelle de Turismo Las Palmas, puntual!

Poco a poco la gente se iba acercando y preguntaba: “es acá…?”, “ustedes van a…?”
De uno en uno, de dos en dos, tres…cuatro…

La lancha llegó con un agregado adicional para mi. En el timón y la popa venían “los Bettiga”, viejos amigos con mucha isla en el lomo y en las manos. A nuestro alrededor las charlas se multiplicaban. Trate de “parar la oreja” y adiviné a los viejos y a los nuevos, los que venían sabiendo y los que venían a saber. Y la lancha se fue llenando también de conversaciones que solo se volvieron murmullo cuando nos pusimos en marcha. Una travesía de algo mas de dos horas, con paradas en muelles salpicados donde nos esperaban para unirse a ese destino de sábado. Algunos isleños que se acomodaron donde podían hacia gala de su silencio, otros de su sabiduría conocedora de causas y efectos.

Cuando llegamos la noche se había desplegado y junto a ella un sendero de velas nos guió. No había lujos, eran velas en botellones de agua que a penas se animaban a danzar en su encierro de luminosidad llorosa. Una belleza!

El grupo no paraba de hacerse mas grande. Los anfitriones nos mostraban su hospitalidad tratando de calmar la sed y el hambre. Nuestros ojos no buscaban un escenario porque estábamos en él. Todos nos mirábamos, en esa espera, tratando de reconocernos de algún lado, o de decirnos algo, lo que sea.

Media hora después las puertas de la improvisada sala se abrieron. No había gradas, ni butacas, ni la plataforma de la escena. En el decorado se intuía el martillo, el machete, la ventana y las sillas importadas de la casa de los actores o de alguna donación de la ultima marea. El publico se fue acomodando en las sillas. Las primeras filas eran de colchoneta para los que no le teníamos miedo a los dolores de la edad y los niños. Se apagaron las luces y “EL PERRO PORTEÑO” apareció en el muelle…

No te voy a contar la trama de la obra! Solo te voy a decir que es un retrato cabal de la forma de ser isleña. Se plasma su vida de relación, su idiosincrasia, su manera de ver y ser, y de manera clara, el miedo que despierta la llegada de “lo de afuera”, del que pone un pie en el muelle y es percibido como un intruso, alguien que viene a desestabilizar la armonía del conjunto. ¿El desenlace? Por supuesto! Es, tal vez, la mejor síntesis de la naturaleza de los lugareños.

La obra terminó con los aplausos largos que se presumían. Con los abrazos, los besos, las felicitaciones y las promesas de más. Y como no alcanzaba con la entrega en el escenario la cosa siguió con mas comida y mucha música.

La medianoche llegó y había que desandar el camino. Así que lentos y aun comentando lo que habíamos presenciado fuimos encarando para el muelle donde la lancha nos esperaba. No pude evitar mirar hacia la ribera de en frente. Allí estaba el Club, sumido en la oscuridad, con toda la infraestructura puesta en pausa. La mueca de mi boca fue un espasmo de aquel recuerdo. Sé que del otro lado hay un escenario dormido, gradas vacías, luces y sombras de lo que podría haber sido el marco ideal. La mano del hombre todo lo complica –pensé– aun el el Felicaria. Pareciera que aquí no se trata de grietas sino de la simpleza de un arroyo, pero el resultado no es muy distinto: las voluntades no aprenden, solo repiten sin oír. Pero conozco a los que conozco y sé que no van a bajar los brazos, porque la isla les enseñó que para ser isleño no tenes que bajarlos.

Nos acomodamos para el regreso. Ahora las voces estaban calladas y solo ronroneaban el motor y la noche. Algunos dormían, otros respirábamos el aire del Delta imaginando la próxima vez que a la isla llegue “EL PERRO PORTEÑO”.

Mi agradecimiento profundo a todos y cada uno de los que hicieron posible la puesta de esta obra teatral cien por ciento isleña. Le dan al mundo que quiere ver la certeza de que también el teatro vive en la isla.

Por Jeremias Wolf – Isleño