Hace mucho tiempo me contaron un chiste en el que la propuesta consistía en el engaño de un hombre a su esposa cuando volvía de una noche de juerga.
El marido entraba al dormitorio caminando hacia atrás; si la mujer se despertaba, avanzaba, como si estuviera encaminándose hacia el exterior del dormitorio, vestido, dispuesto a comenzar el día; de esa manera tenía la coartada perfecta. Era un engaño, ciertamente, pero disimulado con actitud veraz. Camuflaba la mentira con actos veraces. Tal vez la única manera de esconder la mentira sea a través de la credibilidad que producen los recursos de la verosimilitud.
En el caso del lenguaje, el discurso veraz y el mendaz hacen uso del mismo código de palabras, usan los mismos vocablos para decirse mentiras y verdades. Y eso, por lo menos, por dos razones: el lenguaje es portador de múltiples significados y, muy ligado, pero distinto, el lenguaje es opaco.
El lenguaje esterilizado no da precisiones; necesita un contexto que lo cargue de valor y le dé las posibilidades de decir lo que el hablante quiere comunicar. Si uno entra a un restaurante y pide la carta, nadie dudará que la persona está pidiendo la oferta del menú. Y dijo sencillamente dos palabras, un artículo y un sustantivo. Y quien recibió el mensaje entendió perfectamente de qué se trataba el pedido de esa persona. Si la misma persona en diálogo con su esposa le pide la carta, seguramente se estará refiriendo a una misiva con otro tipo de contenido, más íntimo. Y si uno está jugando a los naipes y pide la carta tendrá una interpretación totalmente distinta a las anteriores. ¿Qué otra cosa que el contexto es lo que da significación a lo que se está diciendo? Cualquiera de los usos en contextos alternativos, dentro de esa oferta de tres posibilidades, sería un desconcierto total. Que se pida un naipe al mozo o la carta personal al compañero del truco o el menú a la esposa, terminaría en una conversación desconcertante. El idioma tiene un marco contextual imprescindible para que el sentido de lo que se dice pueda ser comprendido.
Eso es así porque el lenguaje es portador limitado de significado. Completa el significado la circunstancia en que es utilizado. Cuando hablamos tenemos el desafío de comunicar estados personales, subjetivos, experiencias de orden privado, únicas, a través de signos comunes. La manera que tenemos de decir es por medio de un lenguaje comprensible para todos los que interactúan con él. Lo propio, lo diferente que imprimimos en el mensaje es dado por el contexto en el que hablamos. Porque el lenguaje es pobre. Un niño que está aprendiendo a hablar, lo que utiliza primero son sustantivos; en el comienzo de la historia de la comunicación por el habla de los seres humanos, probablemente haya tenido el mismo comportamiento. Es lo más simple. Identifica objetos por la emanación de sonidos, por la expiración del aire de nuestros pulmones que hacen vibrar las cuerdas vocales.
Pero lo que siempre nos queda claro es que el lenguaje no es la realidad, es pura –además de pobre- referencia a ella. La realidad está afuera, queda indiferente a los nombres con los que la identifiquemos. El trozo de pan que está ahí, será indiferente al modo e idioma con que nos ocupemos de él.
Esto nos lleva a otro aspecto de lo mismo. El lenguaje como impostura. Da sensación de ser la realidad, de confundirse con ella, pero a la realidad le resulta indiferente. Esa es una de las razones por las que tantas veces debamos explicarnos largamente acerca de lo que queremos decir. Porque la idea es compleja o porque el receptor no la entiende. Y es una impostura porque es una sustitución, o simplemente un vehículo que nos conduce, no es la cosa, es un transmisor del valor de la cosa. No saciamos el hambre con la palabra pan, sino con la cosa pan. El traslado de las propiedades de una (la palabra) a otra (la cosa) es sencillo, pero da lugar a confusión. Cuántas veces se confunde al autor de una ficción con el personaje.
El emisor del discurso construye una historia, que es verdadera, en tanto se busca la conformidad de los narrado con los hechos, y concluye que fue así; y naturalmente pudo haber sido así. En el sentido natural del uso del lenguaje, sin análisis técnicos de ningún tipo, en la valoración ordinaria del uso del lenguaje es suficiente, alcanza con esa narración. Y olvidamos que es una construcción voluntaria, selectiva de las palabras que se emplean, etc. Ahora, una mentira, siguiendo con la ponderación del uso del lenguaje en sentido natural, en el sentido corriente de su empleo, es una impostura construida con otra impostura. La impostura inconsciente con la que habitualmente hablamos, la que usamos para comunicarnos, y la impostura voluntaria, la de una construcción de la realidad divergente con la que definiríamos como verdad. Aquí el emisor construye una realidad paralela. Hay una impostura sobre otra impostura. Y nace la ficción, nace el relato constructor de una realidad paralela. Se genera una arquitectura, más o menos sofisticada, que forma un mundo nuevo, un mundo corrido de lo que entendemos en sentido corriente por la verdad.
Una particularidad de las ideologías es la devoción por los discursos, la identificación religiosa con la construcción de la realidad -una realidad determinada-, la identificación con el discurso del líder. Y un paso más aún, la identificación del líder con el discurso, que puede decir cualquier cosa que no será cuestionado, porque sería cuestionar al líder. Los cooptados por una ideología determinada no entienden de razones porque no es posible considerar otra posibilidad de la realidad; sería desacomodar las estructuras que le dan seguridad. En toda ideología hay escalas de valores; se valora una consideración que lo coloca en la cúspide de los que pertenecen al mismo grupo y, por lo tanto, despierta la admiración de la tribu. El problema se le presenta cuando quiere llevar la misma escala de valores fuera del grupo, que ya no tiene la misma ponderación. Recuerdo a Cabandié, actual ministro de Medio Ambiente, cuando una agente de tránsito quiso hacerle una multa por una infracción; sus recursos argumentativos ante la agente fue su condición de hijo de desaparecidos. Parece claro que, en su grupo de pertenencia, esa lamentable condición es altamente valorada, pero, objetivamente, no debería ser excusa de nada. No es pasaporte ni habilitación.
El partido que gobierna el país desde 2003 –con la excepción del interregno de MM- supo, creo que exitosamente, crear un discurso con rasgos religiosos. El ritual aportó lo propio. Los signos fueron en la dirección correcta para ese fin. Adhirió a la causa de los desaparecidos, sin historial del menor interés por el tema antes de esa fecha -según cuentan quienes los conocen desde Santa Cruz-; construyó un ritual de defensa de los más pobres con palabras vacías como “la mesa de los argentinos”, mientras la gran sacerdotisa obtuvo una escandalosa jubilación sin apelación del organismo que administra la caja de los jubilados; se buscó como aliados a los regímenes menos respetuosos de los derechos humanos, pero con la apariencia de rebeldes e independientes; se proclamó la soberanía económica cuando se canceló la deuda con el FMI en 2005. Se procura fomentar un nacionalismo trasnochado solo con palabras, cuando el verdadero amor a la patria es crear condiciones para que la gente viva dignamente, con seguridad, con posibilidad de proyectarse.
Un ritual se conforma de palabras y gestos. El miércoles asistimos a uno de ellos. Se celebraba el “triunfo” en una misa laica con ruido, mucho ruido, porque el ruido es sustituto de los argumentos. El acto, la ‘juntada’, porque no había reunión; la Cámpora se quedó replegada para distinguirse. Estamos, pero no somos lo mismo. Y las palabras que iluminan los gestos. La acólita de la misa laica, Tolosa Paz, hizo su aporte luminoso: “A veces se gana perdiendo y otras veces se pierde ganando”. Lo importante no es decir algo sino decir, hablar, que no haya silencio porque la realidad consiste en ese discurso. Si se calla el discurso desaparece la realidad.
Lo importante es generar realidades ilusorias, imposturas verbales…total, mañana: ¿quién se acordará?
Por Patricio Di Nucci – Licenciado en Teología (UCA) – Licenciado en Letras (UBA)
Publicado originalmente en El Pucará