Culto a la verdad

Existe una relación implícita entre todas las cosas. Eso puede medirse sobre el tamaño de algo: tal cosa es más grande o pequeña que tal otra. O de la distancia: ¿qué es lo lejos? Lo mismo para la belleza de algo o alguien, la prudencia, la riqueza, los conocimientos, etc. Hay vínculos de relaciones entre las cosas y las personas que forman pare de nuestro registro ordinario, habitual, con el que vivimos. Hay valuaciones relativas: ¿es corta la vida? Tantas veces debemos anteponer la condición: depende. En cambio, existe una dimensión que es absoluta: el tiempo. El tiempo transcurre indefectiblemente. La concepción occidental del tiempo es unívoca.

¿Por qué? Tal vez las raíces de esto haya que buscarlas muy lejos, en el mundo semítico. Es el mundo de la promesa, de la expectativa en el Mesías, en la esperanza de la salvación. El cristianismo toma de ahí (finalmente, el cristianismo es la realización de la promesa) la idea del tiempo como transcurso lineal. El Mesías se encarnó en Jesús de Galilea, murió en sacrificio cruento como rescate de la humanidad. Este concepto divide la historia en dos. El tiempo de la promesa y el tiempo de la realización. No hay lugar para la dimensión cíclica de la historia. De lo contrario cuestionaría la suficiencia de la redención. Cristo es un absoluto en su misión redentora.

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Esta condición del tiempo, que puede parecer teórica, marca la impronta con la que los hombres vivimos. A tal punto la vida humana está alcanzada por esta condición que, aún suscribiendo a corriente orientales con otra valoración del tiempo, están impregnados por esta cualidad que tiene el tiempo en occidente. Y el futuro aparece como incierto. Un poema de Unamuno (Rima descriptiva) sostiene que el tiempo se consume desde el punto de partida o hacia el punto de llegada

nocturno el río de las horas fluye

desde su manantial, que es el mañana

eterno, y en sus negras aguas huye

aquella mi ilusión harto temprana.

El tiempo es molesto para su definición; es huidizo. San Agustín de Hipona sostenía conocer qué era si no se le preguntaba; desconocerlo ante la pregunta.

La experiencia es armarse para lo que viene de manera tal que no nos sorprenda. Vivir lo nuevo sobre la base de lo antiguo: esto ya (me) pasó, esto ya lo viví. La experiencia nos ayuda a evitar errores, a prevenir respuestas.

Dante en “La Divina Comedia” trata caprichosamente algunos temas. Dice Paul Claudel que el autor aprovechaba su obra para condenar a sus enemigos -que tenía, y varios- y redimir a sus amigos. Borges disiente radicalmente con esta posición. Me seduce la posición de Borges en esto. No obstante, hay preguntas que me hice muchas veces al leer La Comedia. Una importante es por qué no redime a Virgilio, su guía por el Infierno y el Purgatorio, a quien llama su maestro, y lo deja a las puertas del paraíso terrenal, posta que asume Beatriz. Sin embargo, sí rescata al emperador Trajano en el canto XXI del Paraíso. Virgilio había hecho mérito en la Égloga IV al anunciar proféticamente la llegada de un niño que salvaría a su pueblo. El cristianismo primitivo vio allí un anuncio del nacimiento de Jesús. Sin embargo, no lo salva. Salva a Trajano porque fue un emperador justo, implacablemente justo. Impartía justicia con ecuanimidad y sabiduría. Y lo rescata apelando a un teólogo que había nacido en la misma ciudad adonde Dante murió: Rávena. Y el principio del que se sirvió fue una tesis que sostenía el santo: Dios es tan poderoso que puede cambiar el rumbo de la historia, haciendo que lo que no pasó pasase, o su inversa. La conclusión es que Trajano vuelve a la vida para conocer a Cristo y así obtener la salvación.  Como se ve, Dante fue muy libre con su imaginación.

Cuántas cosas nosotros cambiaríamos si tuviésemos la posibilidad que le ofrece Alighieri a Trajano. Seguramente muchas las haríamos de modo diferente. Pero, para nuestro consuelo, los errores nos hacen más sabios y nos habilitan a conducirnos de modo más sereno. Cuando pedimos perdón por algo lo que queremos es restituir el orden, recomponer el “statu questionis” volviendo el mundo nuevamente amigable. Ahora, el pedido de perdón tiene condiciones: el primero es que sea acompañado por un sentimiento veraz de dolor por la ofensa cometida. Si pido perdón y, inmediatamente, reparto responsabilidades…ese pedido de perdón nace viciado. Cuando el perdón es genuino, es reconocimiento de errores y asunción de responsabilidades. El mejor modo de graficar esta conducta es con una palabrita, pequeña, inocente, breve: la palabra “pero”. En gramática se llama “nexo coordinante adversativo”. Puedo dar un discurso de dos horas fundamentando mi pedido de perdón y concluir con un “pero no”, toda la argumentación cae. El valor de la propia palabra se construye sobre el respeto en cumplirla. Cuando busco excusas o delego en terceros mi responsabilidad, la que se inmola es la palabra. Cuando busco justificar mi conducta en los errores de otros, la palabra se devalúa. Se llamó históricamente chivos expiatorios: trasladar a un animal los pecados propios para ser expiado.

¿Cómo volver de ese lugar? No tenemos a San Pedro Damián con su tesis y a Dante con la ejecución; sencillamente no se vuelve, o es muy difícil hacerlo. Cómo creer que ahora me dirá la verdad si antes mintió. La autoridad personal es una construcción lenta, que lleva tiempo y conducta. La previsibilidad es el resultado de una vida coherente. La confianza lleva tiempo hacerla y se destruye pronto, no ante el error, sí ante la mentira. Errores son comunes y cotidianos, eso no destruye nada, es comprensible. La mentira destruye eficazmente. La mentira convierte la convivencia en inestabilidad. Todo es provisional. Y los hombres y los pueblos necesitamos estabilidad, previsibilidad, certezas. Todos los que tenemos algunos años sabemos que cuando alguien emplea muchas palabras y no resulta claro lo que expone, no dice las cosas como fueron. O cuando se cambian los argumentos, sencillamente no es verdad. El argumento es uno: si no es claro no es verdad. Fernández juró por su hijo no conocer al “Chino”; honestamente deseo que sea verdad, que no lo conozca.

Hubo dos situaciones problemáticas. La primera es el hecho duro y crudo. Inexcusable. Violó sus propias normas. Ese es el primero de los problemas y el originante de la traición. El segundo, tal vez más grave, es la arquitectura discursiva para justificar el primero. Ha cambiado tantas veces de argumentos que cumple puntillosamente con el principio enunciado antes. En buen romance podríamos decir: no aclares que oscurece.

Si no fuera el presidente de la Nación y responsable de la administración de los tiempos y recursos durante la pandemia, diría sencillamente: es un pobre tipo que ha deshilachado su dignidad y ha rifado su buen nombre. Pero frente a la muerte de 110 mil personas –equivalente a la población de Gualeguaychú o Bariloche- no puedo decir otra cosa que se trata de un mentiroso de alto riesgo por el poder que tiene.

Por Patricio Di Nucci  – Licenciado en Teología (UCA) – Licenciado en Letras (UBA)
Publicado originalmente en El Pucará