Por Sebastián Plut *
I. Una escena menor. Cada tanto consigno en las redes sociales mi opinión sobre alguna película o serie que me ha gustado. Únicamente coloco una foto alusiva y apenas digo que me gustó. Solo eso, no propongo ningún cine debate. Sin embargo, nunca falta quien comente: “A mí no me gustó”.
La escena ciertamente es inofensiva, lo sé. Aun así, cada vez que sucede me pregunto cuál es la necesidad de agregar ese comentario. Por qué alguien cree que es importante anotar su objeción es un interrogante que me surge.
No pretendo, en ese breve espacio, generar una discusión sobre la película, ni tampoco creo que sea de utilidad alguna computar cuántos dicen que les gustó y cuántos dicen que no. Y agreguemos, si alguien dice que le gustó algo (en este caso un filme) ¿qué espera que ocurra el sujeto que, sin más, afirma lo contrario? ¿No sería, acaso, más valioso que, eventualmente, le pregunte al autor del comentario qué es lo que le gustó de la película?
Si como dijo Tolstoi, pinta tu aldea y pintarás el mundo, aprendemos que en lo pequeño, en el detalle, podemos ubicar un analizador significativo. No es muy diferente el programa freudiano sobre la psicopatología de la vida cotidiana.
Recapitulemos:
a) Alguien objeta en una circunstancia en la que no hay debate;
b) Dicha objeción consiste en oponerse a alguien que afirma que algo le gustó;
c) El objetor opta por dar su opinión sin profundizar en la del primer emisor.
II. La objeción de conciencia, a saber, suponerse exceptuado de una obligación legal en virtud de las propias convicciones íntimas, ha sido frecuentemente materia de discusión. Sin embargo, deliberadamente, en el título he alterado el enunciado, lo he invertido, pues deseo referirme a otro asunto, la objeción como tal.
Busco una reflexión que no trata, entonces, sobre esos momentos en que nuestras conciencias -no tan concientes, por cierto- nos dictan rechazar alguna premisa. Más bien, intento repensar las condiciones de nuestra tendencia a objetar, si tenemos conciencia tanto de aquellas condiciones como de la mencionada tendencia.
III. No se crea que poner en cuestión el arte de objetar no me ha encendido dilemas varios. En efecto, en varias ocasiones escribí sobre el particular, y valoré enérgicamente el desacuerdo. Con igual intensidad, incluso, cuestioné la pasión por el consenso, al menos cuando éste solo consiste en simplificar los razonamientos hasta aplastarlos; cuando el consenso es la expresión de la incapacidad de argumentar.
Diría más. He trabajado frecuentemente sobre la noción freudiana de antagonismo para ubicarla con precisión en el marco de la perspectiva psicoanalítica de la política. Sostuve, de hecho, que el antagonismo no es la condición de la violencia sino al contrario, es la vía regia para su transformación. Agrego, la violencia se da cuando se desarrolla la tendencia a suprimir dicho antagonismo.
IV. Y sin embargo, como en la situación descripta al inicio, observo que objetar se ha tornado un ejercicio sin pausa, irrefrenable. Todo ha pasado a ser discutible, con mayor virulencia cada vez. Si la banalización del consenso supone el abandono de toda reflexión, la infinitud de la objeción devino en el máximo desinterés por la posición ajena. Que acallar las disidencias sea la condición de un consenso antidemocrático, no nos debe hacer creer que toda objeción, sobre cualquier tema y en cualquier situación, alimenta la productividad de un debate. La manía replicadora, pues, puede conducir también a la parálisis del pensamiento, a la creación de distancias donde podría haber acercamientos.
V. Freud recurrió a un tipo de objetor particular. Si bien su contexto no le ahorró críticas ni injurias, en numerosas ocasiones él apeló a un objetor imaginario, esto es, instrumentó la auto-objeción. Vale decir, él era el emisor de una tesis y, al mismo tiempo, su contradictor, y esa operación le permitía rectificar sus propias hipótesis, profundizarlas o bien consolidar su argumentación. En suma, la objeción, en este caso, no consiste en anular el pensamiento ajeno sino en complejizar el propio.
VI. Un dato curioso que no es menor. Resulta notable que nos enseñoreamos en el reconocimiento de la imperfección radical de nuestros conocimientos, alabamos casi religiosamente la cláusula de la insuficiencia de toda ciencia, pero luego no dejamos de señalar, a cada momento, la limitación de lo que otro expone. Alguien formula una proposición y de inmediato otro le indicará -muchas veces con tono indignado- que hay otras variables en juego, que otras explicaciones son posibles, etc., etc.
Esto es, por un lado asumimos que es inevitable hacer un recorte, que toda hipótesis es siempre parcial y provisoria, pero luego, criticamos que no se exponga el todo.
VII. Hagamos otra recapitulación. Poner en cuestión la jactanciosa objeción supone subrayar que: a) no abona la profundización de una idea sino su negación/anulación; b) se ostenta a los fines excluyentes de solo querer decir lo que uno piensa.
Supongamos que un colega afirma haber investigado los sueños y que concluyó que el análisis de los mismos no tiene valor terapéutico. Sin duda, si yo escuchara esa afirmación mi primera reacción sería estar en desacuerdo. No obstante, ¿cuál es el camino más pertinente? ¿Decirle rápidamente lo que yo pienso o, antes de eso, preguntarle con mayor detenimiento sobre sus premisas, los pasos que ha dado, etc.?
VIII. Hasta aquí, el lector podría considerar que lo expuesto solo resultaría en una suerte de manual de procedimientos sobre como dialogar. No se trata de eso, no pretendo imponer ni proponer reglas sobre la buena conversación.
Lo que intento destacar es que si no repensamos el valor de la objeción (sus formas, el dónde y el cuándo), el debate público y privado, la vida académica o el amor, solo se dirigirán hacia una tendencia regresiva.
IX. Tanto es así que no propongo regla alguna, que entiendo no hay un punto fijo para establecer criterios, o al menos resulta difícil definirlo. Como en una escalera, podremos decir que es para ascender o para descender, dependiendo de la posición de cada quien y de sus objetivos. Y si le agregamos la mirada de Escher, la metáfora de las escaleras se complicará aun mucho más. O como el pharmakon griego, que en sus proporciones diversas podrá resultar medicina o veneno.
X. El insulto, más grave aun que la objeción, se nos ofrece como un buen ejemplo. Por un lado, la historia de la cultura mostró que la ofensa reemplazó al golpe, es decir, la palabra sustituyó al gesto físico, en cuyo caso estuvo al servicio del empuje civilizatorio. No obstante, una vez constituido aquel paso, la insistencia en una verba oprobiosa puede redireccionar hacia el sentido contrario, puede alimentar el goce en la degradación de los intercambios y dar paso, o retorno, a la violencia que debemos sofocar.
XI. Para concluir: si el insulto es una escalera que se puede recorrer en los dos sentidos ya indicados, algo similar ocurre con la objeción: así como tiene pleno valor para enriquecer el pensamiento crítico, puede constituirse, meramente, en un esfuerzo persistente por desconocer las razones ajenas e, incluso, por desoír las propias preguntas.
En rigor, no mencioné los insultos solamente como un ejemplo. En efecto, advierto un proceso en que desde la frenética objeción, que va horadando la capacidad de pensar reflexivamente, nos vamos deslizando regresivamente hacia el insulto como una rutina. Ambos recursos, insultos y objeciones, serán solo la vía regia para alimentar una cada vez mayor indiferencia con el otro y con el pensamiento, propio y ajeno. Dicho sea de paso, recordemos que la etimología del sufijo de nuestro verbo objetar (iactare) significa echar.
*Sebastián Plut – Doctor en Psicología. Psicoanalista.