Argentina, 1985: dejar de negar la historia

Por Martín Balza*

Hemos asistido a un éxito más, e inusual, de la historia del cine de las últimas décadas: Argentina, 1985. Bienvenido sea. El tema es el Juicio a las Juntas Militares por las graves violaciones a los derechos humanos durante la última y definitiva dictadura cívico-militar. Dejo para los críticos cinematográficos los comentarios pertinentes sobre el director, los guionistas y el sólido elenco, encabezado por el consagrado actor Ricardo Darín, interpretando al fiscal Julio César Strassera.

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El tema es la Justicia, con la consecuente repercusión política e ideológica “de los unos y los otros” que no están dispuestos a aceptar su responsabilidad en la violencia demencial que asoló a nuestro país en los años ’70 del siglo pasado. En tal sentido, se han originado públicos comentarios, análisis e interpretaciones de distinto tipo. Por haber vivido esos acontecimientos –y haber conocido a la mayoría de los nombrados– me permito la licencia de dar una interpretación personal sobre el tema central del filme, que contiene interesantes y emotivos relatos, algunos de ficción, y algunas importantes omisiones.

Sin el triunfo electoral de Raúl Alfonsín en 1983, con el 52% de los sufragios en la primera vuelta, difícilmente se hubiera realizado el Juicio de marras y, obviamente, filmado Argentina, 1985. Es necesario recordar el pacto militar-sindical conversado entre el sindicalista Herminio Iglesias y el general Juan Carlos Trimarco, quien en 1982 había evidenciado un incalificable destrato para con los hombres que él había enviado a la Guerra de Malvinas, y estar imputado en la comisión de delitos de lesa humanidad.

Alfonsín asumió el 10 de diciembre de 1983. Era un político de raza y, siguiendo a Max Weber, supo conjugar la ética de las convicciones con la ética de la responsabilidad. Condujo la más difícil transición –en todo sentido– hacia la democracia, signada por grandes obstáculos, entre otros: el fracaso total de la dictadura cívico-militar, la derrota de Malvinas, cierta pérdida en la autoestima en los hombres de las Fuerzas Armadas (FF.AA.) y un estado deliberativo en cuarteles y en conocidos círculos militares, donde hasta se lo calificó como “el Anticristo”. Hay que reconocerle al entonces presidente Alfonsín el coraje y la ecuanimidad con que encaró la tarea de esclarecimiento y encuadramiento jurídico de los crímenes cometidos por la dictadura cívico-militar. Nunca buscó una judicialización institucional de las FF.AA..

Con respecto a las secuelas de la lucha fratricida, las Juntas Militares no asumieron sus responsabilidades en el terrorismo de Estado que – teniendo domino de los hechos y poder de decisión– impusieron como respuesta al terrorismo contra el Estado desencadenado por organizaciones armadas irregulares, que se autoadjudicaron una capacidad redentora, recurriendo a una violencia sistemática como método de liberación nacional: terrorismo indiscriminado, asesinatos y secuestros extorsivos, aún durante el gobierno constitucional.

Cinco días después de asumir, Alfonsín constituyó por decreto la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (Conadep), presidida por Ernesto Sábato, y promulgó los decretos 157 y 158. El primero, que nunca se concretó, dispuso juzgar a las cúpulas de las organizaciones terroristas. El segundo, el juicio a las tres primeras Juntas Militares de la dictadura, que contemplaba la doctrina del jurisconsulto alemán Claus Roxin sobre los autores inmediatos y mediatos. Los imputados eran los generales Jorge Videla, Roberto Viola y Leopoldo Galtieri; los almirantes Emilio Massera, Armando Lambruschini y Jorge Anaya; y los brigadieres Orlando Agosti, Omar Graffigna y Basilio Lami Dozo. Así se inició la finalización de un largo pasado de impunidad, y también de una larga sucesión de golpes de Estado cívico-militares.

El gobierno dispuso que en primera instancia actuase el Consejo Supremo de las FF.AA., presidido por el brigadier Luis Fagés, el general Osvaldo Aspitarte y el almirante León Scasso, que defeccionó en su rol de juzgar a sus pares, pues dictaminó que “las órdenes impartidas por los mandos superiores en la lucha contra la subversión eran inobjetables”.

Ante ello, tal lo dispuesto por la reforma del Código de Justicia Militar aprobada por el Poder Legislativo Nacional –con la oposición del justicialismo–, se dio paso a la intervención de la Cámara Criminal y Correccional Federal de la Capital Federal, compuesta por los jueces Carlos Arslanian, Ricardo Gil Lavedra, Jorge Ledesma, Jorge Valerga Aráoz, Andrés D’Alessio y Jorge Torlasco, y los fiscales Strassera y Luis Moreno Ocampo, éste en calidad de adjunto.

Los principales delitos investigados fueron: homicidio, torturas, privación ilegítima de la libertad (secuestros), robo de bebés y de bienes muebles e inmuebles (“botín de guerra”). La desaparición forzada de personas no fue formalmente juzgada porque ese delito no existía entonces en el Código Penal. El juicio se llevó a cabo entre el 22 de abril y el 14 de agosto de 1985 y declararon más de 800 personas.

La acusación de la fiscalía comenzó el 11 de septiembre y se extendió hasta el 18. Su tarea era demostrar la culpabilidad de los acusados y fueron determinantes los sólidos antecedentes aportados por la Conadep. Strassera expuso sus argumentos con solidez, vehemencia, autoridad y rigor jurídico, y su gran acierto fue llamar a declarar a irrefutables testigos, muchos de ellos sobrevivientes de los lamentables Centros Clandestinos de Detención, eufemísticamente denominados cada uno de ellos “Lugar de Reunión de Detenidos”.

En su alegato final, Strassera, un hombre de la Justicia, cabal demócrata y republicano, evidenció coraje en tiempos difíciles y entendió la trascendencia de ese momento histórico. Resumió la entidad de lo que se estaba juzgando al señalar que “la combinación de la clandestinidad y la mentira produjo efectos que trastornaron a la sociedad”, y concluyó afirmando: “SEÑORES JUECES, NUNCA MÁS”. Strassera privilegió “Que en el camino de la Justicia está la vida” (Proverbios 12:28) y, sin proponérselo, su conducta lo puso en la historia.

Las defensas expusieron sus alegatos entre el 30 de septiembre y el 21 de octubre, y ninguno pudo rebatir de manera eficaz sus acusaciones.

La Cámara leyó su sentencia el 9 de diciembre: Videla y Massera, reclusión perpetua; Viola, 17 años de prisión; Lambruschini, 8 años, y Agosti, 4 años. Todos recibieron la accesoria de destitución y baja de sus respectivas fuerzas. Galtieri, Anaya, Lami Dozo y Graffigna fueron absueltos. Nunca ninguno de ellos asumió su responsabilidad y “se fueron sin dar respuesta”.

Muchos calificaron a este juicio como el “Núremberg argentino”, en alusión al más importante y emblemático de los juicios que al término de la Segunda Guerra Mundial se realizó en la citada ciudad alemana contra veinticuatro de los máximos jerarcas nazis. Los delitos imputados eran horrendos crímenes de guerra y se introdujo la figura jurídica de “crimen contra la humanidad”. Siete fueron condenados a muerte (horca), uno fue absuelto y el resto a penas de prisión. Todos respondieron a un Tribunal Militar Internacional constituido por miembros de las potencias vencedoras (EE.UU., Francia, Reino Unido y la Unión Soviética): un juez titular y otro suplente, más un fiscal por cada una de ellas. Entre 1945 y 1950 fueron juzgados más de 40 mil alemanes: 806 fueron condenados a muerte, cumpliéndose la pena en 486 casos. Muchos de esos asesinos invocaron una “obediencia debida” a Hitler.

En el caso argentino, Massera –y otros también lo hicieron– invocó que el gobierno constitucional que habían derrocado en 1976 les había ordenado “aniquilar a la subversión”, omitiendo que en rigor la orden prescribía “aniquilar el accionar de la subversión”, lo que militarmente significa quebrar la capacidad de lucha del oponente sin apartarse de toda la fuerza que emanaba del orden jurídico vigente, y de elementales principios éticos, morales y hasta religiosos. Sin recurrir tampoco a la lucha del clandestino contra el clandestino.

En Alemania fueron los vencedores quienes juzgaron a los vencidos. En nuestro país, en el inicio de una nueva institucionalidad democrática, los que se jactaban de haber triunfado en una inexistente guerra civil –dado el carácter minoritario del terrorismo–, fueron juzgados en tribunales argentinos, con leyes, jueces, fiscales y abogados defensores argentinos. La Corte Suprema de Justicia de la Nación dijo que ese juicio “…no fue hijo de la revancha, sino para los que se apartaron de su misión de las Fuerzas Armadas”; en ese entonces estaba integrada por los ministros José S. Caballero, Augusto Belluscio, Carlos Fayt, Enrique Petracchi y Jorge Baqué.

En ese sentido, son interesantes las recientes reflexiones de algunos de los camaristas del juicio a las Juntas. Arslanian: “Mi mayor miedo… no era a las amenazas, era a fracasar, a que no pudiéramos terminar el juicio”. Gil Lavedra: “…la transición democrática se edificará sobre el Estado de Derecho y la no impunidad de los poderosos…”. Valerga Aráoz: “…aprovecharon el poder para enriquecerse con propiedades ajenas, como los campos que terminaron en una sociedad de Massera”. Por su parte, la doctora Liliana de Riz escribió: “El juicio a las Juntas muestra que el Derecho y la moral son diques de contención del poder”.

En ese continuum que son las ideas-fuerza forjadoras de una nación a través de conceptos fundantes, recordemos que para Juan B. Alberdi, gobernar era poblar; para Domingo F. Sarmiento, gobernar era educar, y para Raúl Alfonsín, gobernar fue el respeto a la Constitución Nacional. Quiera Dios que el fenómeno social que despertó el filme Argentina, 1985 contribuya a lograr el pedido del Papa Francisco de “dejar de seguir negando la historia en la Argentina”, y me permito añadir que principalmente en referencia a los relatos de las últimas cinco décadas.

* Marin Balza – Ex Jefe del Ejército Argentino, veterano de la Guerra de Malvinas y ex embajador en Colombia y Costa Rica.