Amanecer tarde

Sebastián Plut *

Amanecer tarde. ¿Se puede amanecer tarde? ¿Podemos darle a la expresión, acaso, un valor metafórico, formular con ella un oxímoron cual juego de palabras o, más bien, solo será una incoherencia sin solución alguna?

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Seguramente, en un relato de Lewis Carroll la frase alcanzaría una potencia estética que la alejaría de las perturbaciones retóricas. En un texto místico o filosófico tal vez constituya una parábola, una oración que ilumina alguna verdad, cual si ambas palabras así reunidas engendraran un concepto inaccesible. Sin embargo, en tantas otras ocasiones, amanecer tarde solo representa confusión, un desorden producido por una sintaxis que admite vehiculizar excesos del lenguaje.

Hay aun otro rasgo que está presente en quien amanece tarde o, mejor, en quien cree que amanece tarde. Aquél -o aquélla- que está pensando así supone, pretende imaginar, que al abrir sus ojos recién está saliendo el sol. Él, o ella, es quien cree determinar la posición del astro, quién cree decidir cuándo la Tierra ha girado.

Hay lógicas de la historia harto debatidas, interrogantes cuyas respuestas son pretensiones que no asumimos acá: ¿hay alguna evolución, aunque no se trate de una teleología? ¿Se trata de ciclos que se repiten ad infinitum o, al menos, hasta que nos extingamos? ¿hay retornos cuya emergencia no podemos predecir y que solo podemos calcular retroactivamente?

Cuanto mucho podemos esbozar algún retazo sobre el espíritu de época, a sabiendas de que todo lo que digamos se basa, en parte, en el diario del lunes y, en gran medida, a la espera de lo que nos dirá el diario del lunes siguiente.

Amanecer tarde, pues, describe un estado peculiar, digamos que enuncia las horas de una somnolencia que borra conciencias; una vigilia que solo lo es en apariencia. En ese letargo anidan, entonces, los caracteres enunciados: caos, exceso y omnipotencia.

Por caso, que Brenda Uliarte se figure a sí misma como San Martín, si hubiera logrado matar a Cristina Fernández de Kirchner, no difiere de la omnipotencia de quien afirme que acaba de salir el sol solo por haber levantado sus párpados. Y que haya un extendido coro que lamentó el fallo en el disparo, que lo justificó o que lo minimizó, nos introduce en aquel escenario de caos y exceso.

Legalidades. Otro punto, que por estar abordado en cientos de papers no significa que lo hayamos incorporado, es el nexo entre violencia y ley. Recapitulemos: la agresividad nos habita de manera irreductible, las leyes siempre llegan tarde y está en su naturaleza ser insuficientes. En suma, pulsión y palabra se enlazan, aunque no se reemplazan mutuamente. Por las dudas, aclaremos algunas premisas para despejar interpretaciones erróneas: las leyes son necesarias, las hay muy virtuosas y su creación y aplicación lograron consolidar y promover fecundos cambios culturales: divorcio, matrimonio igualitario e interrupción voluntaria del embarazo son solo tres ejemplos conocidos. La ley de medios también podría engrosar la lista.

Sin embargo, la cultura, o el mencionado espíritu de época, no es solo muchas leyes. Podemos multiplicar por miles los tipos delictivos del Código Penal; podemos hasta encarcelar al mosquito que nos pica e, incluso, crear un laboratorio/cárcel para encerrar al coronavirus, pero solo estaremos persiguiendo el mal y, para colmo, debatiendo sin fin qué es el mal para cada uno. Por ese sendero, no olvidemos, un día nos encontramos con la pena de muerte. Entonces, nuevamente, amaneceremos tarde.

¿Qué otras disposiciones conviene movilizar para que el nosotros sea cada vez más abarcativo? ¿Cómo hacer del amor un recurso no banalizado y de la política una fuerza no degradada?

Freud comprendió, y lo dijo, que el camino son las identificaciones recíprocas; identificaciones que nada tienen que ver con una metamorfosis que nos vuelva uniformes, que nos mimetice imaginariamente. La identificación comunitaria no es hablar como Lacan, dejarse la barba del Che Guevara, ni la mera repetición de slogans. Cuanto mucho, esas son simpáticas imitaciones. Aquellas identificaciones, más bien, retornan como ética, toda vez que nos sustraen de la indiferencia, sofocan la crueldad que podemos ejercer sobre el prójimo y, además, acotan el masoquismo que -finalmente- se encuentra como telón de fondo de todo sadismo.

No debemos, ni podemos, dejar la tarea solo en manos de juristas y legisladores, ya que la vida en común es posible no solo por las leyes escritas que nos regulan, sino por una convivencia que no ataque las legalidades psíquicas. En todo caso, las leyes, la política, la comunicación, el trabajo, la educación, la salud, etc., deben resonar con tales legalidades, deben corresponderse con cuatro restricciones anímicas: no abusar de la voluntad ajena, no imponer afectos sobre el otro, no perturbar el pensamiento del otro y no intrusar el organismo del otro. Nuestras leyes suelen sancionar sobre todo las acciones ligadas con la primera y la última: por ejemplo, si impedimos la libertad de movimientos del otro o bien si lastimamos su cuerpo. Se advierte, pues, que las leyes suelen toparse con mayores dificultades cuando se trata de la manipulación emocional o bien cuando confundimos la mente ajena y logramos que crea en lo que no debería creer, que confíe en frases que contradicen su propia percepción.

Realidades. Más textos que sobre el rubro anterior hallaremos sobre la idea de realidad: si existe o no algo así, si es una construcción, que la palabra y la cosa, Magritte y Ceci n’est pas une pipe”, extensas listas de injurias contra la idea de objetividad, y hasta la frase que se le atribuye a Freud: “A veces un cigarro es sólo un cigarro”.

Convengamos, lo sé, con cierta arbitrariedad, que hay algo a lo que llamamos realidad. No por nada, de hecho, hay una palabra que lo (¿la?) designa e innumerables debates en toda revista indizada que se precie de tal. Ese algo, entonces, no tiene siempre una precisión barroca, sus contornos muchas veces son difusos, le damos significaciones diversas e incluso, si somos realistas, debemos reconocer que es un sustantivo al que le sienta mejor el plural que el singular.

La razón bachelardiana nos propondría, hoy, preguntarnos por los obstáculos epistemológicos que nos paralizan, que nos imposibilitan hallar la respuesta frente al odio y la irracionalidad. ¿Cómo encontrar la clave para que no se cumpla la frase escrita en un mural del barrio de Almagro: “somos una especie en peligro de extinguirlo todo”?

Es el mismo Bachelard que decía, cito de memoria, que lo real no es nunca lo que podría creerse sino lo que debería haberse pensado. Temo que aquí también el lector se entusiasme con la disquisición entre creer y pensar. Para nuestro propósito, aunque haya quienes creen que piensan, basta con deslindar ambos verbos del siguiente modo: como dice el autor, el pensamiento responde a un deber o, lo que es lo mismo, se sujeta a reglas y refutaciones, requiere alguna base empírica y cierta consistencia. A la creencia, en cambio, no se le pide tanto. Desde luego, creer y delirar no son sinónimos. Hay creencias singulares y colectivas y, lo hemos escrito varias veces, están quienes creen lo no creíble, al punto de que es altamente dudoso que, realmente, crean en eso.

En síntesis, lo real (entendido como lo que debemos pensar) convive con el creer (con las ilusiones y también con los delirios) y resultará imposible una armonía absoluta, pues vitalidad y heterogeneidad se convocan recíprocamente. No obstante, cabe el interrogante: ¿sobre qué ítems deberíamos poder consensuar cuál es la realidad? Esto es, ¿habrá uno o más pensamientos comunes que sean necesarios y operen como punto límite?

La magnitud de variables y matices que entrañan las realidades, y este es nuestro punto, no impide que aun en ausencia de una escala matemática podamos localizar cuándo hay omnipotencia, exceso y caos. Esto es, aun cuando se trate de realidades subjetivas, éstas nos alertan contra la frase amanecer tarde.

Salud. Para agregar un término, que no tanto como los anteriores pero cuya definición también produce tropiezos, sumemos la idea de salud. Freud propuso, dejando impreciso el panorama, que la salud tiene algún parentesco con la capacidad de amar y trabajar. Y no meto aquí caprichosamente esta baraja, ya que en otro texto Freud decía que el trabajo une firmemente al sujeto… a la realidad. Vale citarlo textualmente: “Ninguna otra técnica de conducción de la vida liga al individuo tan firmemente a la realidad como la insistencia en el trabajo, que al menos lo inserta en forma segura en un fragmento de la realidad, a saber, la comunidad humana” (El malestar en la cultura).

A los filósofos de la posmodernidad et al. se les solicita abstenerse de examinar cada punto y cada coma. Menudo barro podemos armar con la suma del sujeto, la realidad, el trabajo y la comunidad humana. Por mi parte, quiero centrarme en lo que entiendo son los nudos de la cita: la forma segura de la inserción y que se trata de un fragmento de la realidad. Ambas categorías (inserción segura y fragmento de realidad) complementan el interrogante del apartado precedente sobre cuáles son los pensamientos comunes necesarios.

Agreguemos que en un tiempo en el que el desempleo, la precarización y el subempleo son muy altos y que, paralelamente, el poder adquisitivo de los ingresos es muy bajo, se impone considerar la incidencia que ese conjunto tiene en el clima actual. Para decirlo brevemente, hoy el trabajo no cumple con la premisa freudiana, no inserta en forma segura al individuo en un fragmento de la realidad.

Vayamos ahora a otra hipótesis freudiana sobre la salud: como en la neurosis no desmiente la realidad, pero como en la psicosis procura transformarla. Nuestra hora nos encuentra trastocados, ya que como en la neurosis, no transformamos la realidad, pero como en la psicosis, la desconocemos. Una vez más, amanecemos tarde en este océano de caos, exceso y omnipotencia.

A despertarse. Debemos despabilarnos, pues estamos amaneciendo tarde. Aun así, estamos a tiempo. Aun podemos poner los relojes nuevamente en hora, pues sea lo que sea el tiempo (¡vaya sí es otro tema complejo!) allí tenemos un acuerdo posible sobre la realidad. Todos sabemos qué hora es y también sabemos cuándo hay diferencias horarias por geografías. En última instancia, la pregunta que subyace en este escrito resulta de un anhelo, de una aspiración: comprender cuáles son las condiciones necesarias para reunir lo diverso. Amanecer tarde, entonces, tal vez pueda significar o representar el punto de partida paradojal del empuje de Eros a la unión, a la creación de afinidades allí donde solo reinan la diferencia y la pulsión de muerte.

  • Por Sebastian Plut – Doctor en Psicología. Psicoanalista.