Aferrarnos

Por Sebastián Plut *

Crecimos aferrándonos. Inicialmente, del dedo de quienes nos cuidaban y, sucesivamente, nos íbamos aferrando de los otros. Agarrábamos la lapicera en la escuela y también los libros. Nos aferramos de amores y de amigos.

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Más tarde, nos aferramos de un conjunto de ideas, que podían cambiar con el tiempo, sin duda, aunque eran ideas duraderas, sólidas, y tampoco las modificábamos así porque sí.

Dominar una técnica, un idioma, sobre todo el propio, una destreza física, una ciencia, eran metas valoradas que llevaba años lograrlas, y teníamos conciencia del esfuerzo necesario.

La era digital ha impuesto lo contrario. Esa en su esencia: la anulación del aferrarse.

Una antigua instrucción, es cierto que algo tosca, nos decía “agarrá los libros que no muerden”. El verbo principal de la sentencia era “agarrar”, el cual nos recuerda la importancia de la freudiana pulsión de aferrar.

En el universo de objetos que hoy tenemos disponibles, con sus avances tecnológicos, muchos de ellos parecen asimilarse en el hecho de no requerir nuestra necesidad de aferrar. Más bien, nos exigen abandonarla. Libros digitales, pantallas táctiles, artefactos que responden a la sola voz, etc. Ya no solo no agarramos sino que ni siquiera apretamos botones. ¿Qué ha pasado, pues, con nuestra pulsión de aferrar y la satisfacción que le es propia? ¿Acaso el reflejo de prensión se irá perdiendo como signo de la vitalidad de los bebés?

Aferrar, aferrarse, aferrarnos, son las conjugaciones que guiaban nuestros intercambios con los otros, con el mundo, con la realidad.

El amante no se agarra ya de la persona amada, pues alcanza con decir me gusta. El médico no revisa a sus pacientes, apenas los mira y expide una receta. Los libros, luego de su pasaje al pdf, fallecieron en la frase del flyer. No hace falta ir a los actos o a las reuniones para saber y participar de la política. Rápida leída en las redes, en las que un hecho es mínimo y las opiniones infinitas. Alcanza con estar online.

Somos una especie en peligro de extinguirlo todo”, dice una pintada sobre un edificio en el barrio de Almagro. Y es absolutamente cierto, y cierto es también que nosotros formamos parte de ese todo.

Años y años de alabar la incertidumbre, al parecer, nos dejaron sin respuestas o, mejor dicho, con respuestas pero sin reacción. Nos condujeron al desaliento extremo. Descreemos tanto de todo que hasta podemos sentir que el verbo confiar resulta anticuado.

Soltar no es solo un lema new age y, si lo fue, luego se expandió bajo otros verbos y revestimientos a la academia, la política y el amor.

Vivimos una era de despojo, el que nos hacen padecer y el que activamente nos promovemos a nosotros mismos. ¿Nada de lo que pensábamos sirve? ¿De dónde nos agarramos?

Nos fascinamos con lo nuevo solo porque es nuevo. Pero si lo nuevo no tiene pasado es solo un abismo.

Hace pocos días quedamos impactados por una frase que le escuchamos decir a Bifo Berardi en una conversación. Cito de memoria: “Los niños aprenden más palabras por una máquina que por la voz humana”.

Y las máquinas, encima, no tienen historia o, mejor dicho, actualmente no la tienen. Ningún artefacto actual quedará en la memoria como sucedió con la radio Spica, las heladeras Siam y tantos otros. Se lo llama obsolescencia programada. Corta duración, sin memoria, ni duelos. Solo comprar, arrojar como desecho y volver a comprar es lo que cuenta.

Cuando en la misma charla Berardi habló de la desaparición del deseo, luego de su observación sobre las palabras y las máquinas, pensé en cómo se invirtió una de las premisas de Freud. Así como él planteó la sexualidad (el deseo) sin reproducción, nuestra época fue testigo de su negativo: hoy tenemos reproducción sin sexualidad.

Desde luego, no señalo ninguna descalificación sobre las técnicas de fertilización que tanto ayudan a mujeres y varones. Solo intento una analogía.

Hoy podemos reproducir sin deseo, sin aferrarnos al otro. Bastan unas máquinas que, de nuevo, pronto serán reemplazadas por otras más sofisticadas.

La trilogía ideas-discursos-hechos poco a poco va perdiendo su lugar central en la política, en el amor y en la academia. La vacante es ocupada por palabras inconsistentes, gritos twitteros, un odio triste y la dispersión de las vidas individuales.

Los verbos modales como deber, poder y querer ya no se agarran del hacer. Hemos dejado de hacer, sentimos que no hay nada que hacer o que hagamos lo que sea, no tendrá sentido.

El poliamor, como dice Byung-Chul Han es la expresión de una lógica que impone maximizar las posibilidades de opción. Una quimera, sin dudas. Una presunta multiplicación que nada tiene que ver con el deseo, sino con la libertad de no estar aferrados a nada. Desamparados. Tristes. No precisamos, ni siquiera, confiar en el otro.

El placer por la polémica dio paso no solo a discutir sin saber, ya que alcanza con el degradante acto de opinar, sino que sobre todo instaló el grito sin interés ni duración. No agarramos un tema, solo tocamos de oído.

¿Qué deja irresuelto en nuestra economía psíquica, entonces, el apego digital?

Y luego, ¿se trata de una lógica que se instalará de manera persistente y cada día más extendida? La pregunta, en rigor, es la siguiente: ¿el desenlace será un progreso en la espiritualidad o apenas resultará en destrucción cultural?

Para que el destino no sea este último, hoy quizá debamos recuperar aquella conjugación verbal: aferrar, aferrarse, aferrarnos. Que no nos baste con tocar. Recuperemos la importancia de confiar, de creer en el otro. Rescatemos el deseo, ese deseo que solo podrá ser creador si se sostiene en el esfuerzo y en la duración temporal.

*Sebastián Plut Doctor en Psicología. Psicoanalista.