Por Marcelo Magne*
La historia del Presbítero Francisco “Pancho” Soares, asesinado vilmente el 13 de febrero de 1976 por oscuras fuerzas de la antidemocracia, se acuñó sobre un fondo de agitación social y de cambios muy profundos en el seno de la Iglesia Católica.
Influido por distintas experiencias que se expandieron, con cierto vigor, en la Europa de posguerra, como el fenómeno de los curas obreros y el movimiento Traperos de Emaus, entre otras, y con la firme determinación de vivir y trabajar junto a los pobres, llegó al barrio de Carupá – una zona postergada de la diócesis de San Isidro – en el transcurso del año 1963, al calor de la efervescencia provocada por el Concilio Vaticano II.
La iglesia constituida en una inmensa caldera comenzó a liberar sus fuerzas. Latinoamérica, importante bastión del catolicismo, se convirtió en tierra fértil para la renovación conciliar y para el avance de las utopías transformadoras. La proliferación de las comunidades eclesiales de base, la aparición de varios colectivos sacerdotales a lo largo del continente y los documentos elaborados por el Episcopado latinoamericano reunido en la Conferencia de Medellín, impulsaron significativamente un proceso de cambio, muy resistido por los sectores conservadores de la iglesia.
En agosto de 1967, como consecuencia directa de la promulgación de la Encíclica Populorum Progressio (Pablo VI), hace su aparición el “Mensaje de los 18 Obispos del Tercer Mundo”. El documento tenía como objetivo adoptar las líneas de la encíclica papal a los países de América Latina, Asia y África. Los 18 obispos encabezados por Helder Cámara, arzobispo del noreste de Brasil, entre otras cosas, rechazaban enérgicamente, el sistema capitalista, proponían una transformación revolucionaria y exhortaban a los cristianos a comprometerse con los pobres y luchar por el advenimiento de una sociedad sin opresores, ni oprimidos.
El mensaje se extendió, en pocos días, por toda la argentina y logró rápidamente la adhesión de 270 sacerdotes, entre ellos, Pancho Soares. Así surgió el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo (MSTM), que en los primeros meses de 1968 llegó a contar con más de 500 miembros, alrededor del 9% del total del clero argentino de la época.
En un contexto caracterizado por la conflictividad social y un marcado proceso de radicalización, en la iglesia, no sólo argentina, sino también latinoamericana, se cristalizó una dualidad que, salvando las distancias, perdura hasta nuestros días.
No podemos perder de vista el peso que el catolicismo tuvo en el conflicto social que atravesó nuestro país, en particular y Latinoamérica en general, durante loa años 60 y 70. Lo católico sirvió para acompañar procesos populares y también para justificar dictaduras, sirvió para denunciar violaciones a los derechos humanos y también para legitimar las abominables prácticas instrumentadas por el terrorismo de Estado. De un lado, algunos obispos y curas comprometidos con el sufrimiento y el reclamo de los pobres, por el otro, buena parte de la jerarquía compartiendo con sus mejores galas la mesa del poder y bendiciendo las armas, que indefectiblemente serian usadas para reprimir al pueblo.
Lamentablemente, en nuestro país, al contrario de lo sucedido en Chile, Brasil, Guatemala y El Salvador, ninguna de las diócesis más importantes, me refiero a Buenos Aires, Córdoba, Rosario y Mendoza, ni la Conferencia Episcopal como colectivo, crearon instancias de protección de víctimas o de documentación de las brutales violaciones a los DH denunciadas. Los pocos obispos que participaron en Organismos de DH: De Nevares, obispo de Neuquén, Hesayne, obispo de Viedma, Novak, obispo de Quilmes y Kemerer, obispo de Posadas, fueron aislados por sus colegas.
Tampoco la cúpula de la iglesia alzó su voz, cuando algunos de sus miembros -no fueron pocos- resultaron asesinados, desaparecidos, secuestrados y torturados o perseguidos. Una de esas víctimas fue Francisco Soares, ignorado e invisibilizado durante años, por la iglesia y el Estado, estuvo siempre presente en la memoria de la comunidad, que luchó con denuedo para rescatarlo del olvido. Comprometidos con esta tarea, que entendemos como un ejercicio colectivo-comunitario, hoy, a 48 años del cobarde asesinato que cercenó su vida, compartimos una breve reflexión elaborada por la zona V de la diócesis de San Isidro, al cumplirse el primer mes de aquel ominoso acto criminal.
“Asumió la pobreza para vivir al lado de sus hermanos más pobres. Vivió
en la más extrema e increíble pobreza, y esa fue su mayor virtud. Viviendo
con los pobres entregó todo para servirlos, con una sensibilidad extrema
para la justicia y la valentía para denunciar todo atropello, con la inquietud
constante de ser fiel a Cristo y a los hombres, era consciente que la palabra
no sería eficaz si no era acompañada con el testimonio de vida: vivía lo que
predicaba y predicaba como vivía”
En un presente oscurecido por el avance de las fuerzas involucionistas que fomentan desmesuradamente el odio y el negacionismo, que instrumentan la violencia en sus formas más variadas y que con una inaudita insensibilidad y un profundo desprecio someten a las mayorías populares, a la vez que proclaman el camino del individualismo, entendemos que el compromiso, la labor y el mensaje de Pancho iluminan conciencias, nos movilizan, nos emocionan y fundamentalmente nos fortalecen para seguir bregando por Memoria, Verdad y Justicia y por una democracia en la que la libertad y la igualdad, no sean meros componentes discursivos, sino una realidad concreta.
*Marcelo Magne – Profesor de Historia- Investigador – Miembro de la Comisión de DH “Padre Pancho Soares”