Por Rodrigo Molinos*
A fines del siglo XIX, en las sociedades occidentales, el desarrollo industrial estaba en auge. No así los derechos de los trabajadores donde la explotación sin tapujos imperaba sin importar edad o condiciones de salubridad.
En 1884, producto de estas condiciones, trabajadores estadounidenses reunidos en el IV Congreso de la American Federation of Labor (Federación Americana del Trabajo) acordaron que a partir de 1886 se ajustarían a jornadas laborales de sólo ocho horas en vez de catorce o más, como lo venían haciendo. Esta medida implicaba una humanización del trabajador y evitaba el desgaste físico propiamente causado por la actividad industrial. Además se proponía aumentar los salarios de manera acorde a los trabajos realizados y la mejora de las condiciones de las fábricas donde miles de personas eran empleadas en condiciones deplorables.
Fue más que evidente que los capitanes de la industria, hicieron caso omiso a los reclamos. Y terminaron encendiendo el polvorín. Un 1 de mayo, en la ciudad de Chicago, miles de trabajadores salieron en búsqueda de sus derechos, teniendo como resultado una violenta represión que trajo consigo innumerables cantidades de víctimas.
Decía Augusto Spies, uno de los mártires de Chicago al conocer la sentencia de muerte: “Si usted cree que ahorcándonos puede eliminar el movimiento obrero, el movimiento de millones de pisoteados, millones que trabajan duramente y pasan necesidades y miserias. Si esa es su opinión, entonces, ahórquenos. Así aplastará la chispa, pero aquí y allá, y detrás y frente a usted, y a su propio costado, en todas partes se encenderán nuevas llamas. Es el fuego subterráneo y usted no podrá apagarlo.”.
A partir de este momento es que a nivel global, el movimiento obrero recuerda esta fecha como punto de partida hacia una lucha a favor de los derechos humanos de los trabajadores y sus familias.
En Argentina, si bien los primeros en reivindicar al movimiento obrero fueron los socialistas, fue el justicialismo quien mejor interpretó los reclamos y el que mejor llevó a la práctica los procesos de inclusión social que tanto anhelaban. Además incluyó a los trabajadores fuera del incipiente ámbito industrial, creando una asociación fuerte entre capital y trabajo.
Esta relación siempre ha sido dinámica con sus altos y bajos pero pilar fundamental para el desarrollo del trabajo argentino. Hoy, en las primeras décadas del siglo XXI, el avance tecnológico nos hace plantear cómo podemos defender los derechos de los que producen sin caer en antagonismos.
Cómo podemos defender el trabajo humano sin caer en contradicciones con las nuevas alternativas que nos propone la tecnología reemplazando a la labor física. Cómo podemos enfrentar sustentablemente en un contexto de solidaridad y tendiendo al pleno empleo la desaparición de muchas tareas absorbidas por máquinas, algoritmos e inteligencia artificial.
Cambios profundos que nos plantean nuevos interrogantes para ser abordados con una mirada humanista que no nos deje encandilar con los cantos de sirena del supuesto desarrollo individualista y neo conservador aspirando a que se fortalezca la lucha por mejores condiciones de trabajo y de vida.
Es el inedito desafío de estos nuevos tiempos.
*Rodrigo Molinos – Concejal Tigre