“La maldad es la venganza del hombre
contra la sociedad, por las restricciones que ella impone”
Sigmund Freud
Catástrofes. Las hay producidas por voluntad o por masoquismo, en simultáneo a las impredecibles, ajenas, imputadas al arbitrio de la naturaleza. Nuestra especie atribuyó un hiperpoder casi maligno a las fauces del planeta y acaso tornó a mimetizarse con esa fuerza, tal vez para no sentirse pasiva, desvalida.
Guerras, holocaustos, dictaduras, terremotos, tsunamis, esclavitudes, devastaciones de conciudadanos del mundo que nos horrorizan. Pero ¿cuánto dura ese afecto? ¿Qué le sucede a la experiencia con el paso del tiempo? ¿Qué es la historia para la subjetividad? ¿Hay un aprendizaje duradero o un agotamiento de las inscripciones psíquicas a través de las generaciones?
La tragedia humana es que nos conmueva más leer en las redes sociales que hay un niño hambriento en la calle que ver a ese niño. Diremos que no toleramos las injusticias, pero hace 6 años que Milagro Sala es una presa política.
No trataré aquí el genocidio contra el pueblo judío, pues con el título, con su pregunta, me dirijo a una reflexión más general ya apuntada: ¿cuánto dura el horror?
Afecto y escritura. ¿Hay algún estado afectivo que sea más propicio para escribir? ¿La lucidez que podamos alcanzar es mayor cuando nos arrullamos en un sentimiento optimista, cuando nos retraemos hacia el pesimismo, cuando observamos a nuestra especie con escepticismo? Pesimismo de la razón y optimismo de la voluntad proponía Gramsci. De allí se sigue un imperativo ético: algo debemos hacer.
¿Retorno, regresión? Durán Barba afirmó que Hitler era un tipo espectacular. Un exfuncionario macrista dijo que el trabajo nos vuelve libres, otro se reunió con Cecilia Pando y un tercero se reunió con miembros de un partido nazi. Al tiempo que Lopérfido, entre otros, ponía en duda el número de desaparecidos durante la dictadura cívico militar de Argentina, Claudio Avruj hacia lo mismo con la cifra de 6.000.000 de judíos asesinados por el nazismo. Bajo la intendencia de un dirigente del mismo signo político se organizó un homenaje a Eva Braun, y Macri apeló a frases propias del libro Mi lucha: “veneno social” y “personas envilecidas”. Recientemente, se hizo público un video en el que otro exfuncionario macrista expresaba su deseo de contar con una Gestapo para terminar con los derechos laborales. Desde otro partido, pero con similar orientación ideológica, Milei grita que ellos son superiores estéticamente. Hace pocos días, y fiel a la trayectoria que los caracteriza, la Ministra Acuña volvió a despreciar a los más vulnerables.
Vale aclarar: no es que imaginara un mundo en el que no habría sujetos con un pensamiento nazi, sino que lo que debe interpelarnos es que ese discurso vuelva a hacerse público sin un mínimo de pudor en quienes lo pronuncian ni un rastro de rechazo en muchos de quienes lo escuchan.
Europa, 1930. Hace poco menos de un siglo Reich y Fromm se preguntaron porqué se volcaban a la derecha tantos ciudadanos que no se verían beneficiados por esa elección. ¿Cómo opera la ideología -sería el interrogante de aquéllos- cuando se desmienten los hechos? Hoy diríamos que tantos no se alarman ante el actual odio nazi porque han disociado esos dichos de la realidad que significan.
Cuando el engañado no es víctima. Hay un ser que es particularmente volátil o, mejor, impreciso. No será el ejecutante cruel de un gobierno déspota pero tampoco -y menos aún- el militante de una ética de los DD.HH. La imagen de un presunto centro, estar a la mitad, un equilibrista, tampoco lo describiría bien. No configura un tipo ideológico ni un tipo psicológico particular. Muy posiblemente hallemos en él rastros de engaños u opresiones de las que fue objeto. Sin embargo, es insuficiente entender su posición cual si solo fuera destinatario de la dominación o de la persuasión. No consentimos pensarlo como una víctima. El que así es sometido o engañado también aporta a la escena. No hay una pasividad perfecta.
Cuando la mentira y la violencia se hicieron evidentes, ya no hay cándidos entre quienes persisten en hacer como si no fuera así. Ya vieron y escucharon. Lo ominoso, no obstante, exige continuar igual. La vergüenza o la amenaza de algún otro dolor narcisista desesperan en buscar renovadas falacias y simplezas para seguir creyendo, odiando, desconociendo. Es la eficacia de un masoquismo social que no cesa hasta que el derrumbe de toda ética realiza sus mayores estragos.
Cinco siglos igual. Ya en el siglo XVI La Boètie (1) se preguntó por las causas de lo que llamó la servidumbre voluntaria, por la aceptación colectiva del tirano. En efecto, sostuvo que además de la fuerza o el encanto de quien ostenta el poder, hay numerosos sujetos que “son con menos frecuencia seducidos por otro que por su propia ceguera”. Y luego agrega que el “pueblo ha elaborado siempre engañosas fantasías para, después, creer en ellas a ciegas”.
El poder despótico y el pueblo que permanece ciego confluyen, coinciden, en una operación psíquica: la desinvestidura de la realidad. Por caso, durante su gobierno Macri hizo gala de un “crecimiento invisible”, al tiempo que sus votantes creían en lo inexistente e inverosímil y desconocían lo visible. Por debajo de aquella desconexión de la realidad, los poderes se benefician de la especulación y los ciegos se conducen a una cada vez mayor desvitalización.
El horror y sus destinos. Cuando sabemos de cada acto violento ejercido por crueles o indiferentes, nos indignamos, nos horrorizamos, sentenciamos que aquélla sea la última víctima. Así sucede con la dolorosa frecuencia de femicidios, de víctimas de impunes conductores de vehículos, entre otras tantas situaciones que podríamos listar. Pero ¿cuánto permanecen vigente el recuerdo y el dolor? ¿Aquella conciencia humanista y tierna expresada con intensidad, cuánto se conserva en la agenda de nuestros pensamientos, decisiones y acciones cotidianos?
Dado el carácter originario e irreductible de la agresividad humana, el psicoanálisis no se pregunta por qué surge aquélla sino cómo crear algo diverso de la violencia, cómo surgen la ternura y la ética en los vínculos. Podemos decirlo de otro modo: ¿cuáles son los esfuerzos singulares y colectivos para tramitar la pulsión de muerte? En ese sentido, el interrogante adicional es sobre el destino del horror, cómo transformarlo en ética. El horror deviene en ética cuando colectivamente se sostiene duraderamente un consenso básico acerca de un conjunto de imperativos: a) no se puede suprimir lo vivo ajeno; b) no se debe sostener la afinidad solo a través de la ilusión de identidad con el otro; c) el otro, el prójimo, es irreductible al propio yo (no se lo puede eliminar ni expulsar).
Violencia, horror y ética son, pues, tres modos de procesar la común pulsión de muerte que albergamos como especie. Las Madres de Plaza de Mayo, por ejemplo, son una brújula que nos orienta en el camino y la tarea de transformar en ética el horror.
La transitoriedad. Freud (2) analizó las reacciones posibles frente a la caducidad de lo bello, su transitoriedad. Algunos vivencian una pérdida de sentido, sienten que todo carece de valor, exhiben un dolorido hastío. Otros se revuelven contra ese hecho inevitable y se afanan en exigirle una eternidad, que no sería más que ilusión. Por su parte, Freud toma distancia de ambas perspectivas. Ni reclama perpetuidad, ni consiente que el carácter efímero suponga desvalorización. Sin embargo, comprende que hay una razón común para ambas reacciones: el duelo necesario, del que tendemos a apartarnos. Simultáneamente a la reflexión freudiana, estalló la Primera Guerra Mundial que, según sus propias palabras, “robó al mundo sus bellezas”, no solo las creaciones artísticas sino también los valores éticos y la esperanza, “nos mostró la caducidad de muchas cosas que habíamos juzgado permanentes”.
Conclusiones. Habrá muchas maneras de describir y explicar los objetivos, estrategias y recursos de la derecha. Tras sus ensalmos encantadores, rápidamente se verifica el desgaste que promueven en el alma de quienes apoyan ese camino. La realidad siempre es materia discutible, aunque ellos van por vía de desconocerla, descalificarla, y, a su vez, por una acción política signada por la enigmática vivencia triunfante de que todo está perdido. Cuando se empeñan en romper los consensos democráticos básicos no es tanto porque así exponen su particular cosmovisión sino porque de ese modo quiebran el argumento, el soporte, que anuda los horrores de la historia a la ética. Y sin una ética, el horror, como lo bello, se desvanece. A la inversa, la ética es lo que sostiene nuestra esperanza cuando, una y otra vez, sentimos que la ternura y la belleza se han perdido.
Sebastián Plut – Doctor en Psicología. Psicoanalista. Director de la Diplomatura en el Algoritmo David Liberman (UAI). Coordinador del Grupo de Investigación en Psicoanálisis y Política (AEAPG).
(1) La Boètie, E. de; (1574) El discurso de la servidumbre voluntaria, Ed. Utopía Liberrtaria.
(2) Freud, S.; (1916) La transitoriedad, O.C., Vol. XIV, Amorrortu Editores.