Previamente, en un artículo denominado “Ser auténticos en un mundo inauténtico”, tuvimos la oportunidad de reflexionar en torno al concepto de la autenticidad, y mencionábamos al pasar que Heidegger nos indicó, acerca del abandono de la pregunta por el ser y del peligro que representa el hecho de rendirle culto al ente, el riesgo de convertir al ser humano en un “útil”, “cosa” o “ser-a-la-mano”. Pero hoy quisiéramos profundizar un poco más sobre el asunto existencial que le da sentido al razonamiento sobre dicha autenticidad, que lo precede y al mismo tiempo lo trasciende, a saber, la muerte, también conocida como la imposibilidad de todas las posibilidades.
Recordemos que el ser-ahí (“dasein”, nosotros), ese ser arrojado a un mar de posibilidades inciertas, que no tiene más remedio que ser, que es único en cuanto que no hay otro ser que se pregunte por su ser excepto él, una vez que es consciente que proviene de la nada y que su destino está estrictamente marcado por la temporalidad, naturalmente se angustia. Ahora bien, dicha angustia (“angst”), lejos de ser un impedimento que va en detrimento de la existencia, podríamos interpretarlo como signo o revelación justamente de nuestra auténtica condición como seres existentes conscientes plenamente de la finitud que nos toca de manera esencial.
Ante ello, generalmente, el ser humano no tiene la tendencia a problematizar su ser permanentemente ni mucho menos intentar comprenderlo de manera cabal y/o contemplarlo evitando escapar de la banalidad y la trivialidad, sino más bien que pretendemos olvidar dicho signo fáctico de la temporalidad que nos es dada (que nos lleva procesualmente a la muerte), correr nuestra mirada, distraernos frivolizando la existencia al no asumirla cabalmente. Pensarnos en nuestro ser nos demanda una cierta búsqueda de comprensión de nuestro propio destino, la cual parece ser imposible en el marco de una vida atravesada por distracciones voluntarias, banales y mediocres que tan sólo sirven de placebo para tapar el sol con un dedo.
Sabemos perfectamente que asumir la temporalidad sin permitir la intervención de las precitadas distracciones, es tremendamente difícil, puesto que no vivimos aislados en cuevas de montaña, sino prácticamente al amparo del rol social que nos toca jugar, es decir, de aquello que se espera de nosotros (lo que hagamos, digamos o pensemos). La autenticidad que mencionamos previamente puede perderse fácilmente, y no es descabellado que así suceda, ya que nuestro propio modo de ser nos implica en la asunción radical de nuestra finitud: aceptar la posibilidad de no poder dar cumplimiento a todas las posibilidades que podrían desplegarse ante nosotros, tomar decisiones que acarrean correr el riesgo de equivocarnos, o bien arrepentirnos y culparnos por aquellas elecciones que en el pasado abrazamos, no son más que síntomas de coexistir, de manera angustiante, con nuestra mortalidad. De sabernos infinitos, eternos, nada nos provocaría lamentación o angustia alguna. Si nos angustiamos es justamente por nuestra condición mortal que revela la posibilidad de sentir culpa por un pasado irrecuperable, como también la sensación de abismo que provoca la cruda facticidad de una muerte que aguarda en un futuro incierto.
En ese sentido, nos dará a entender Heidegger, sólo nosotros somos propiamente finitos, en el sentido de que, por ejemplo, los animales no mueren sino que cesan. Al contrario, nosotros no pensamos la muerte como un mero cesar, pero ¿por qué no? Porque la muerte es la posibilidad vivida de que no haya más posibilidades para nosotros; es la posibilidad de que mi mismo ser sea imposible. Nuestra vida sería, entonces, un “entre” extremos: la nada que queda del “antes” y la nada del “después” que no nos pertenecen en absoluto. ¿Angustiante verdad?
El análisis que nos ofreció Heidegger pretende acercarnos esta reflexión: nuestro ser puede interpretarse como una tensión entre pasado, presente y futuro que nos constituye. En otras palabras, somos literalmente temporalidad. No es casual que nuestro filósofo considere al tiempo como horizonte de comprensión del ser, el cual es acontecimiento o advenimiento y no tanto presencia permanente. Existir pensando el tiempo sin evasiones clásicas de una vida trivial nos podría dar al menos la chance, considera Heidegger, de apropiarnos de un destino propio, con sentido, auténtico.
¿A qué va todo ésto? ¿Dónde se supone se encuentra el consuelo? Pues amigo lector, la filosofía no es ni por cerca autoayuda, ni mucho menos pretende cumplir con funciones analgésicas ante los dolores propios de la existencia. Más si les puedo asegurar una cosa: hay algo peor que la consciencia de la finitud y la angustia que produce saber que vamos a morir eventualmente y fácticamente algún día, y es la posibilidad de haber vivido una vida vacía, llena de nada. Quien vive intensamente el regalo de la temporalidad, intentando comprender y dar sentido al acaecer de la existencia no es un ser-a-la-mano, un ser-útil ni mucho menos un ser que vivió sin siquiera haber tenido noción alguna de lo que ello implica.
El horror no debería producirse por pensar la muerte en sí misma como imposibilidad de toda posibilidad, sino por no haber considerado jamás posibilidad alguna de existencia que haya valido la pena haber sido vivida. En otras palabras, se trata de pensar nuestro ser desde la muerte para no vivir como muertos en vida.
Por Lisandro Prieto Femenía