La Libertad

Esta semana se cumplieron doscientos años del nacimiento de Dostoievski. Y en septiembre setecientos de la muerte de Alighieri. Es una coincidencia como tantas otras y, a la vez, una oportunidad para evocarlos y bucear en su intimidad, que seguramente encontraremos algo que nos haga mejores.

¿Qué pueden tener en común estos dos gigantes de épocas tan lejanas entre sí, hablando idiomas diferentes y marcos culturales muy diversos? Uno ruso ortodoxo, otro católico (el Papa Benedicto XV en 1921 escribió la encíclica “In Praeclara”, en ocasión del sexto centenario de la muerte del florentino declarándolo el poeta católico por excelencia). El ruso con fuertes cuestionamientos en torno a Dios, su naturaleza, la redención por la Gracia (creía en ella. No olvidemos que en Crimen y Castigo los héroes son un asesino y una prostituta); el otro, un convencido de la misericordia de Dios y fuertemente adherido a la regeneración que la Gracia produce en el hombre que se convierte de corazón. Uno escribe en prosa –el ruso-, novelas, cuentos; el otro es un poeta que escribe –la más importante de sus obras- en tercetos encadenados. ¿Tienen algo en común? Seguramente hay varias coincidencias. Señalaré una que me ha conmovido leyéndolos.

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La libertad del hombre. El ruso nos la narra en el hacerse, en el mientras tanto de la vida; el florentino en los resultados, en las consecuencias de ella. Pero ambos no podrían contarnos sus historias si no creyeran que existe una decisión soberana en el hombre, una responsabilidad intransferible en toda persona dueña de sus actos.

En Crimen y Castigo los héroes son dos postergados morales, uno por su acto, un asesinato doble, la otra por su oficio, una prostituta adolescente. La responsabilidad en ellos va deviniendo culpa, y la bondad de la mujer, su amor, va constituyéndose en arma redentora. El proceso de redención tiene dimensiones humanas, naturales. En Los Hermanos Karamazov, en un pasaje, Iván se pregunta: si Dios no existiera ¿tendría sentido lo moral, estaría todo permitido? Es una manera de preguntarse cuáles son los límites de la libertad.

Alighieri nos habla desde otro lugar. Con él se cierra definitivamente la Edad Media y comienza el Renacimiento. El hombre se hace preguntas, se enfrenta con desafíos nuevos, o se anima a plantearse nuevos desafíos. En la “Commedía”, como la llamaba Dante (la adjetivación, que pasó a ser parte del título, es un agregado posterior de Boccaccio que lo admiraba e ilustró algunas ediciones de la Divina Comedia) los destinos están clausurados. La libertad es un ejercicio del pasado, pero sus consecuencias son partes del presente que narra el autor. Su estructura es llevarnos lentamente hacia el cielo, hacia el Paraíso. El Infierno es un cono invertido en el que los condenados purgan definitivamente sus pecados; a mayor gravedad de sus pecados más cercanos al centro de la tierra, más lejos de la superficie. El vértice invertido está ocupado por Casio, Bruto y en el centro Lucifer.

En el quinto canto de El Infierno, uno de los más conocidos, es el círculo de los condenados por el pecado de lujuria. Dante lo coloca entre los menos graves, por eso está más cerca de la superficie, o más lejos del centro de la tierra. Hay, allí, una pareja de enamorados que fueron asesinados por el marido de la mujer, que es hermano del amante.  Es un pasaje de una intensa ternura. Están condenados, pero no pueden dejar de amarse. Lo curioso, dice Borges de este pasaje, es que Dante los contempla con cierta envidia porque han correspondido al amor. Su amor es un amor encadenado. En este caso, el amor es consecuencia de su libertad y su condena consiste en ya no poder dejar de amarse. Ya no hay más ejercicio de libertad: el amor es su condena.

Aquellos se salvaron por el amor, éstos se condenaron por el amor. Tendríamos que introducirnos en otro tema que son los límites de la legitimidad del amor. La pregunta sería plantearnos cómo administraron su libertad que los condujo al amor.

Pero, ¿cómo elegimos, desde qué lugar lo hacemos? Ortega y Gasset hablándole al congreso chileno cita una frase de Nietzsche: el hombre es una “danza encadenada”. Excelente síntesis, solo posible desde la poesía y por un genio. ¿Cómo la entiendo? También leyéndola bajo el influjo vitalista y circunstancialista de Ortega, la leo como las limitaciones que el hombre tiene al decidir. La circunstancia del amor produjo la redención en Raskólnikov y María y fue causa de condena en Paolo Malaspina y Francesca de Rímini. Eligieron, sí; eligieron desde sus circunstancias que salvaron a unos y condenaron a otros. Es una danza, hay movimiento, pero no absolutamente; ese movimiento tiene límites, tiene condicionantes que afectan las decisiones.

Cuando me preguntan a quién pienso votar, respondo que cuando lo hago pienso en Angela Merkel. Por respuesta obtengo solo una sonrisa. Y agrego que si tengo que elegir, la elijo a ella; ahora, en el menú de opciones que se me ofrece no está. Es una manera de sentir que danzo encadenado, que mis elecciones están condicionadas por circunstancias que no administro. Tal vez Alemania haya tenido que pasar por dos derrotas de proporciones en el siglo pasado para generar líderes que estén a la altura. Tal vez.  Ortega decía, por la década del treinta, que si los argentinos no nos poníamos serios y rigurosos a la hora de pensar no podía esperarse un futuro auspicioso. Aquel futuro es nuestro doloroso presente.

Es una elección de medio término, lo que implica que quienes tendrán las decisiones determinantes no cambiarán.  Pero cambiará la presión social y los controles. Y se imponen cambios. Hay estructuras de poder que no pueden continuar. Esta semana La Matanza estuvo en la boca de todos por los dos homicidios que hemos conocido. Verlo al intendente con su habitual sonrisa complaciente hablar de cultura (una persona manifiestamente vulgar y primaria intelectualmente) me indigna, me subleva, me produce el mayor repudio que se puede sentir por otro ser humano. Pero si está ahí es porque lo votaron, celebro la democracia. Una democracia encadenada por los manejos que se hace de las urgencias que tiene la gente con la condenable insinuación del voto. No hemos pasado guerras como Alemania, pero llevamos muchos años bajo el influjo encantador de un populismo desnaturalizante. Es necesario, es preciso un replanteo de cómo queremos vivir. Es tiempo de elegir –dentro del menú, claro- las opciones más respetuosas de las instituciones y de la gente. No se puede decir querer al pueblo en el que un jubilado necesita tres meses de sus haberes para no ser pobre; y la vicepresidente con lo que le pagan en un día -no necesariamente lo gana- le sobra para no serlo. Ella, que estuvo en el poder prácticamente todo lo que va del siglo.

Por Patricio Di Nucci  – Licenciado en Teología (UCA) – Licenciado en Letras (UBA)
Publicado originalmente en El Pucará