50 años de la partida de Perón: un legado de Justicia Social y Soberanía

Por Julio Zamora*

El exilio duró 17 años. Si el desarraigo siempre es duro, casi dos décadas alejado por la fuerza de su Patria, cargando con los insultos, difamaciones y vejámenes a los que lo sometieron sus enemigos, victoriosos por causa de su propia negativa a desatar una guerra civil en la Argentina, fueron haciendo mella en su salud.

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Intentaron asesinarlo, aislarlo, hacerlo desaparecer de la historia de su propio país como ya habían desaparecido el cuerpo de su esposa fallecida, pero aun así continuó incansable, conduciendo a un Movimiento en desbandada, perseguido, encarcelado, fusilado y torturado. Con cartas, grabaciones y mensajes clandestinos, siguió decidiendo los caminos intrincados de la resistencia a la dictadura. Si la conducción es siempre una evidencia, pues era evidente que aún a todo lo largo de su extenso peregrinaje por países americanos y finalmente desde Madrid, la conducción del Movimiento Peronista residía en una sola capacidad táctico-estratégica y en una sola voluntad de vencer: la de Juan Perón.

Conviene justipreciar aquí el tamaño de esta hazaña: Perón conducía una guerra no convencional desde una posición desventajosa, prácticamente a ciegas, contra un enemigo que tenía en sus manos todo el poder del Estado, las Fuerzas Armadas, de Seguridad y la partidocracia colaboracionista que le daba su “marco de legalidad” para sostenerse en el gobierno con la mitad del país privada de sus derechos sociales, civiles y políticos. Su “tropa” eran trabajadores, hombres y mujeres con vidas y familia que arriesgaban todo en una lucha utópica para recuperar los derechos arrebatados por el zarpazo oligárquico de 1955. No eran los soldados de formación convencional cuya dirección había aprendido a ejercer en el Colegio Militar y en toda su vida como miembro del Ejército, sino grupos desordenados, a veces caóticos, que actuaban ante la autoridad de su voz. Ni siquiera podían arrojarse a un enfrentamiento abierto, lanza en mano como en su momento habían hecho los gauchos a las órdenes de San Martín o Güemes: ante la represión, las delaciones y el control social del Partido Militar, el ejemplo de la resistencia residía en un arco táctico que iba desde los Maquis franceses ante la ocupación nazi, hasta la lucha del pueblo vietnamita bajo el mando del general Ho-Chi-Min. Debía ser una guerra clandestina, de golpear y desaparecer. La que se libra ante fuerzas de ocupación.

Esta es la dimensión de la conducción estratégica de Perón durante el exilio: la capacidad de organizar el desorden, de conducir un constante asedio a la fuerza invasora hasta obligarla a acceder a una salida política luego de una larga dictadura de 17 años que había tenido varias caras, pero que en el fondo era un grupo militar, social y religioso que mantuvo oprimida a la Argentina, a veces vistiendo de saco y corbata y las más, directamente de uniforme.

Si en 1965 la dictadura -en una de sus fases de aparente democracia civil, aunque tutelada por los militares- impide que Juan Perón retorne a su país, siete años más tarde debe tirar la toalla y, a los tarascones, dejar que ocurra lo inevitable: el regreso del hombre al que creían haber matado real y políticamente más veces de las que se pueden contar. O, como decía él mismo citando a Cervantes: “los muertos que vos matáis, gozan de buena salud”.

Perón retorna dos veces a su Patria. Desde meses antes del primer retorno, el más inteligente cuadro del gorilismo, el general Alejandro Lanusse, en ese momento ejerciendo la presidencia de la Nación, intenta una negociación en secreto con él a través de un militar de su confianza. Las negociaciones no son tales porque nacen muertas: Perón da un reportaje en el que ventila las intenciones de Lanusse de domarlo, de permitirle regresar bajo los términos de la dictadura. El más fascinante duelo político de la historia moderna argentina se libra entre estos dos hombres, ambos miembros del mismo ejército, pero con una desigualdad fundamental: uno es un proscripto privado de su nacionalidad, grado militar y uso de uniforme y el otro es el primus inter pares de una milicia y un grupo social que domina el país. Este duelo se desarrolla, además, bajo fuego cruzado. La discusión política argentina discurre en el lenguaje de las armas. Es una condición efectivamente inevitable. Lo ha definido tiempo atrás Eva Perón: “a la fuerza mortal de la antipatria, le opondremos la fuerza popular organizada”. Esa es la praxis que utiliza Perón hasta el fin del exilio.

El viejo caudillo llega a 1972 enfermo y con el cuerpo estragado por los sinsabores de casi dos décadas de lejanía. Sin embargo, su voluntad sigue entera. Organiza, crea alianzas, modifica las órdenes para las “formaciones especiales” que mantienen en jaque a la dictadura. Pero su corazón falla. Entre su primer y segundo regreso -este último, el definitivo- sus médicos le advierten que ejercer la presidencia de la República acortará dramáticamente su expectativa de vida. No encuentran, sin embargo, eco en Perón. Interpreta lo que viene como su deber, acaso el último servicio que puede hacerle a su Patria. El 12 de octubre de 1973, con su grado militar restituido y visiblemente agotado, asume por tercera vez la presidencia de la República Argentina.

La tarea de gobernar un país que se agitaba al borde del abismo del caos, hubiera sido probablemente demasiado para una persona joven y sana. En el caso del general Perón, con 78 años y una peligrosa cardiopatía, era algo que sonaba imposible. Aun así, durante los escasos ocho meses que ejerció la primera magistratura, elegido en comicios libres por el 62% de los votos, encaminó la desbaratada economía heredada de la dictadura, restauró la institucionalidad e hizo lo humanamente posible para sentar las bases de un desarrollo industrial autónomo que había sido abortado en 1955.

No tuvo tiempo. Un día como el de hoy, 1 de julio de 1974, sufrió un infarto masivo que no logró superar. En su libro “Conocer a Perón”, Juan Manuel Abal Medina padre, que fuera secretario, delegado y hombre de confianza del general, revela por testimonio de uno de los médicos de Perón, el doctor Jorge Taiana padre, lo que fueron las últimas palabras -hasta ahora desconocidas- del gran hombre que estaba dejando la vida por su amado país: sentado en la cama, en el momento en que el médico entra a atenderlo, exclama “me muero doctor. Mi pueblo, mi pueblo”.

Desde el municipio de Tigre, quiero rendir mi homenaje a este patriota, este hombre único e irrepetible que forjó los mejores días de nuestro pueblo y que finalmente entregó su vida, sabedor de que era el único que tenía la posibilidad de hacer algo para encaminar a un país violentado y saqueado hacia una democracia popular, con legalidad, diálogo y consenso. Cometió errores, por supuesto, porque finalmente era un hombre y nadie está a salvo del error. Pero su innegable vocación de servicio a la Patria y al pueblo, su amor por esta tierra, debe ser el ejemplo a seguir por todos aquellos que creemos en la política como único vehículo para mejorar la vida de nuestra comunidad y que trabajamos todos los días para generar políticas públicas y activas que permitan a nuestra gente vivir mejor, con inclusión, seguridad, salud, educación y equidad.

Siguiendo con humildad los pasos de Juan Perón, sabemos que nuestro norte siempre será la felicidad del pueblo y la grandeza de la Patria. Este era su sueño y también es el nuestro, para nuestro municipio, para nuestra provincia y para nuestro país. Es un compromiso con la historia, con el presente y con el futuro, para que cada tigrense pueda realizarse en una comunidad que se realice, crezca y sea próspera y feliz. Todo mi esfuerzo y esperanzas están puestos en eso.

*Julio Zamora – Intendente de Tigre